En los años sesenta solía viajar a Galicia en trasatlánticos como los españoles Montserrat y Begoña y los portugueses Santa María y Veracruz. Varias veces hice escala en una Lisboa hermosa y decadente, una Lisboa que ya no existe, bueno, casi nada existe, salvo la prisa. Era aún la Lisboa de Pessoa, la Lisboa “antigua y señorial” que no volverá. De esos recorridos por la ciudad me quedó una especie de afinidad poética con el vecino país. Además, nací al sur de Orense, a pocos kilómetros de la frontera portuguesa, y estando de vacaciones hemos ido muchas tardes a tomar café a alguna de las hermosas villas portuguesas fronterizas, donde me siento como en casa, y a lo largo de toda la frontera, que en Galicia llaman A Raia, donde decir obrigado es tan natural como decir grazas o graciñas, lo digo por el dudoso lapsus del presidente en el congreso hace unos días. Los gallegos del sur y los portugueses del norte tenemos mucho en común, y las fronteras lingüísticas se diluyen. Me alegro mucho de que las cosas les estén yendo bien, aunque siempre sean mejorables, a los portugueses. Una delgada línea, una raya, y no una frontera, nos separa, y un sentimiento especial de nostalgia, la saudade, nos une emocionalmente. Para mí sigue siendo válido el conocido estribillo de los gallegos de Vigo “menos mal que nos queda Portugal”. Hemos tenido de todo; encuentros, desencuentros, cañonazos de Tuy a Valença y viceversa, reparto imperial del planeta en el tratado de Tordesillas, territorio común con capital en Braga en el reino suevo de Gallaetia, pero ni el padre Miño puede separar y distanciar territorios hermanos.
Profesor, humorista, cantante y escritor.