En Tiempos de Aletheia

Shoot, shoot, shoot. Una lectura (experimental) del cine

La tradición, la cultura cinematográfica, la audiovisual configura la mirada, conforma la manera de relacionarnos con una película, la educa, la instruye, la enseña a discriminar, a ampliar secciones, a pulsar el botón de avance rápido, rara vez el de retroceso. Es una suerte de editor informático de vídeo. Aplica efectos, filtros, transiciones, conecta, muchas veces a nuestras espaldas, otras películas, otras escenas con la pista principal, con la línea del tiempo.

Abrimos esta serie de artículos sobre cine preguntándonos con Tarkovsky ¿para qué se va al cine? Aristóteles siempre tiene razón: El fin es lo que importa. Si ha triunfado cierto modelo de hacer cine, si incluso las revoluciones que algún autor hace dentro de él quedan asumidas por el “amigo americano” como parte de su forma de hacer las cosas y se va al cine a evadirse (no a buscar) a distraerse (no a ocuparse) a ser otros (no nosotros mismos) entonces somos una película virgen sobre la que ese “instruir deleitando” (tan ilustrado y tan contemporáneo a la vez), sobre la que ese show (business) graba y configura el esquema a priori con el que interpretaremos cualquier otro hecho fílmico.

No estamos hablando meramente de ideología sino de un mundo donde la experiencia de sí se hace a través no ya del lenguaje sino del lenguaje audiovisual. Donde el propio contenido etiquetado como distribuible de ese lenguaje, para ser considerado como tal, para poder ser distribuido, debe, no solo atenerse a una de las máscaras de esa ideología, sino, sobre todo, sostener férreamente un discurso fílmico ortodoxo que admite como tal, en contenido, casi cualquier cosa, incluida su propia denuncia y desenmascaramiento. No hay desviacionismos. No hay la mirada de Debord en La sociedad del espectáculo. Eso sí, está en You Tube. No hay espejo. El espectador no debe reconocerse nunca en lo filmado. Debe reconocer lo filmado en sí mismo. Y modelarse a ello. No porque no sea él sino porque lo es en grado sumo, y este juego de manos de “ofrecer lo mismo como otro” para callar “lo otro de ti mismo”, es tan viejo como la publicidad, como la propaganda.

Pero seamos serios. Esto no es intencional, ni siquiera por parte de los perpetradores. Quizás en los buenos viejos tiempos de la Guerra Fría podemos hablar de una estrategia premeditada. Yo opino que, en general, es cuestión de inercia. Se echó a rodar por una montaña una bola de nieve y ahí vamos todos dando vueltas con ella. Es como una ameba, si se quiere, que se va comiendo, informe, todas las diferencias, subsumiéndolas. Se han establecido criterios y máximas: realismo, moralidad, política. Se pueden (y se deben) llevar a sus extremos más bizarros. Pero siempre te moverás con las mismas cartas. Puedes inventarte otros juegos, te dirán. Pero no cambies de baraja. Plano, contraplano, composición, elipsis, fotografía (emotiva, fiel, en 8k, lo que haga falta). Somos técnicos del ilusionismo. La factoría de sueños. Y es con esas cartas con las que nos leemos a nosotros mismos, como si fueran las lentes de graduación correcta (35mm, 50mm, 80mm) que nos permiten enfocarnos. Como en la escena de esa película de Woody Allen donde, saliendo fuera de foco, dice: “estoy desenfocado”. Pleonasmos de la industria. Diabulus in cinema.

Shoot, shoot, shoot se llama una antología del cine experimental británico de la posguerra. En una de sus piezas se registra al mar rompiendo en la arena sin solución de continuidad. En otras filmaciones de un perro blanco en bucle en un jardín. Realmente son filmaciones de la reproducción de la película sobre una caja de luz. Una puerta, un túnel que lleva al videoarte. Allí se habrán de refugiar toda clase de herejías. Como en un castillo asediado por la peste. Shoot: filma, gira, sí, pero también: dispara. Apunta bien. La bola de nieve es inmune a tus balas. Pero el mar es un francotirador paciente. El movimiento del perro ¿dónde ocurre? ¿quién es la caja de luz?

Hay una forma de decir las cosas con imágenes, un código implícito. Incluso quienes se mueven en su periferia, o aquellos que ya han dejado de divisarla trabajan contra él, es decir le tienen en cuenta, en resumen se rigen por él de manera negativa.

El cine no tiene necesariamente que contar historias, a veces estas son tan solo un pretexto para todo lo demás, para todo lo que pasa sin necesidad de un motivo, de aquello que es un motivo en sí mismo. Y un motivo es lo que basta para que la vida se cuele en el grano del celuloide. Pienso en la obra del desaparecido Johnas Mekas. En Val de Omar. En tantos y tantos otros. Pienso en Mehrige abriendo Begotten contra los storytellers, journalist, contra los contadores de historias. Mehrige apuntó bien, disparó mejor, firme el pulso, la vanguardia le ayudó a no mover un músculo, a tener en cuenta el efecto de Coriolis. Pienso en Cris Marker en La Jetée, es la historia la que impone su propia forma, de la que es indisociable. No hay forma/fondo, no hay medio/mensaje disociados e independientes. En ambos casos hablamos de un Jano bifronte, con los dos rostros mirando a lados opuestos.

Hay que poner en cuestión qué sea una historia en cine. Y no condenar al exilio a quien siembre otras semillas. Todos comemos de sus frutos. Porque lo que esté en juego no es tanto el dinero de los grandes estudios como la forma que tenemos de percibirnos y percibir el mundo. El cine es performativo. Que, de tanto serlo, pase desapercibido solo hace su denuncia más difícil, que nos tiembla el pulso y el visor del rifle se empañe, hay que calcular al milímetro la desviación que el viento impondrá a la trayectoria, inspirar, apretar el gatillo mientras soltamos el aire y visualizamos el impacto. Hay un modelo de historia, unas cartas que combinar, “ordenarás las piezas en unidades”, “montarás un puzle, no hay nada gratuito, todo será cobrado”. Muchas piezas de cine experimental y gran parte del videoarte (y especialmente de aquel que bebe de las derivas situacionistas) son un toque de atención, y más que hablar de ellas mismas (un plano fijo del Empire State de veinticuatro horas), hablan de la situación a la que se enfrentan y en la cual cobran sentido.

Lo que se espera de una obra fílmica ya está establecido, tácitamente. Romper ese acuerdo, denunciarlo, bajo cualquier método, según cualquier estrategia, llegando a la guerrilla si es preciso. ¿Por qué el cine tiene que ser alguien en un lugar que hace algo por algo para algo? ¿Eso somos nosotros? No se trata solo de leer la obra sino, como siempre, la bibliografía contra la que lucha hasta la extenuación. Estamos hablando por supuesto de política. En todas direcciones.

Es el público el que educado en un estándar de representación visiva solo reconoce lo que habla en ese código, el público no es un sujeto paciente, en él se construye la película. Sin su presencia estaría muda o pasaría inadvertida como las imágenes de un monitor gigante en Times Square, que todos ven, pero nadie mira. Un código que abarca también como momentos reconocidos, como nuevas cartas, determinadas rupturas singulares del mismo. Así se consigue que cualquier intento de denunciar la situación, cualquier disparo, pase a ser un nuevo tipo de jugada a tener en cuenta. A repetir.

Hay que refutar la gramática del cine. Su sintaxis. Porque no es la mejor de las posibles, y mucho menos la única. Sea cual sea el origen del lenguaje articulado el del cine está perfectamente documentado al igual que nosotros somos los documentos donde se levanta acta de cierta hegemonía en apariencia banal que desde el así llamado ocio o entretenimiento codifica nuestra visión del mundo. La libertad en el arte, en la creación y en su difusión es la expresión, por otro lado, de la libertad que tenemos como integrantes de una sociedad. Quizás por eso dicha hegemonía no sea tan banal ni mucho menos indiferente.

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