Un canto de amor es el título del único film del escritor Jean Genet, lo realizó en 1950 con la ayuda de Jean Cocteau, no se estrenó, debido a sus escenas explícitas de homosexualidad, hasta 1975. Querelle, (1982), basada en la novela homónima de Genet, Querelle de Brest, es la última película de Fassbinder, su testamento fílmico y vital. Al poco se suicidó.
No queremos analizar ninguna de estas dos películas, ni siquiera trazar, a vuelapluma, sus paralelismos, sus nexos, sus dependencias mutuas (las cuales van en los dos sentidos más allá de la fecha de su realización, más allá de su imposible visionado retrospectivo), ni siquiera intentaremos diseccionar la obra de Genet ni hilvanar, a través de su numerosa filmografía, un hilo de Ariadna que nos lleve a la “esencia simbólica o conceptual” del cine de Fassbinder, el cual, para quien lo conozca, no adolece de ningún tipo de hermetismo, de simbolismo oculto, de camino secreto.
Queremos únicamente dejar constancia, levantar acta, como hace un notario, de la tentativa, del intento desesperado y angustioso, nacido para fracasar y, a la vez, por ello mismo, crudo y sin mediaciones, del arte de Fassbinder por plasmar cómo se vivía en él el tiempo y el deseo, el amor y la muerte. De cómo fue un canto de amor.
El amor es más frío que la muerte,(1969) título de su primer largometraje, contenía, ya, como un espejo, no solo el resto de su filmografía, caracterizada por su formación teatral, sino la propia entraña de su vida, que, en este caso, no es ajena a su producción, y a la cual se entrelaza hasta hacerla indisociable. No porque él mismo aparezca en sus películas, casi siempre representando el no-personaje que fue ante ese espejo, sino porque su biografía se mezcla en lo filmado hasta hacerse indisociable.
Podemos decir que Fassbinder hacía un ejercicio de voyeurismo en el cual filmaba y observaba su propia existencia, un tipo de voyeurismo al límite, a punta de navaja, donde la propia oscuridad con la que se contemplaba y en donde se contemplaba, su hábitat natural, dejaba ver, entre sus grietas, la autenticidad de una mirada que no admitió nunca ningún chantaje, ninguna cortapisa y que, contando las historias de unos personajes abocados al abismo deslumbraba con el lirismo que únicamente la desnudez de una conciencia otorga, sea en un sentido o en otro.
Lo que nos mueve a escribir sobre él es esto mismo, no los submundos que retrata, ni el malditismo, en ningún caso fingido, que expone a tumba abierta. Lo que nos fascina, lo que nos atrae es cómo precisamente allí donde no cabe luz alguna, donde se retrata la agonía de la vida, su miseria y su sinsentido, desde su cárcel hay un canto al amor, desde el inicio al fin, a lo que es, a lo que el amor fue en él, en todos nosotros, independientemente de condición, raza o país. Como en el mediometraje de Genet, y en general en toda su obra escrita, el deseo, la imposibilidad metafísica de colmar la herida que abre y la necesidad de buscar que sea colmada hace que el cine de Fassbinder sea una elegía, fúnebre desde el comienzo, fallida y, por ello mismo, inmensa.
Al igual que Heidegger en El origen de la obra de arte, comentando un cuadro de Van Gogh en el que aparece un zapato roto, dice que el zapato solo se muestra como tal cuando se rompe, en la obra de Fassbinder la vida muestra todo su esplendor, toda su maravilla precisamente cuando se viene abajo, como algo que queda atrás, sí, como un horizonte ya traspasado de imposible retorne pero que, en su visionado, nos permite deslumbrarnos con el destello de su inmensidad.
No es el destello de lo que pudo ser, pues Fassbinder nunca apunta a un pasado idealizado ni siquiera a un mañana que construir, sino a un presente donde ese destello, a través de las grietas que se abren en los muros de la conciencia, nos inunda de…¿verdad?, ¿belleza? No son esas las palabras que él hubiera elegido, quizás de “ser”, del “hecho de ser”, de estar desnudos en un mundo que no elegimos, pero que se alza en nosotros como vivencia, como tiempo, que es, a fin de cuentas, lo único que somos, lo único que hay.
“Mera vida”(diría Céline) a solas con su estar ante sí y ante los otros, en quienes encuentra no su reflejo o su infierno, no su paraíso o su negación, sino el pasaje que la conduce hacia su significado, un significado que precisamente por no pretenderse nada, por saber que no lo es, se convierte en todo y vence al absurdo porque lo acoge, no porque lo niegue.
La homosexualidad (culmen del oprobio en su tiempo), la delincuencia, el proxenetismo, la droga, los vínculos emocionales masoquistas, sádicos, el chantaje, la violencia son retratados en su esencia más desgarradora, más sórdida, sí, precisamente porque no cae nunca en su exhibicionismo, porque filma su vivencia, al igual que en El amor es más frío que la muerte basta el sonido y el gesto del disparo para dar muerte a un personaje. La sangre sería una máscara. Un simulacro. Lo esencial, lo representado no depende de su verosimilitud técnico visiva, la pornografía nunca será erótica, no por el clásico debate entre insinuación y símbolo sino porque el arte de filmar el deseo es el arte de filmar la soledad y los puentes que esta derrumba a su paso en la búsqueda constante de sostenerlos. Sí, el amor es más frío que la muerte porque implica esa imposibilidad pero, a la vez, como en la escena que abre la película de Genet, en la que dos presidarios intentan darse, sin conseguirlo, un ramillete de flores a través de las rejas de las ventanas de sus celdas respectivas, el amor es ese canto, donde la muerte muere por su propia mano, consumándose un instante, sí, un instante, un instante fallido, dirían algunos, pero, ese intento, desde los muros de cada soledad, de dar al otro una belleza absoluta a través de un objeto, en apariencia nimio, ante la mirada de un vigilante, ¿acaso no expresa quiénes somos con total exactitud, con total certeza? Las películas de Fassbinder, transidas de dolor, amargura, desencanto y angustia ¿no han sido, quizás, sino su forma de, ante el vigía sonriente e implacable del tiempo, alcanzarnos desde su cárcel (desde la cárcel que cada uno es para sí), como diría Cernuda, “la alegría de una menuda cosa pura/que rescatara aquel dolor antiguo”?
Dibujante de viñetas, pintor y poeta.