En Tiempos de Aletheia

Apología de la autoayuda

¡Viva la autoayuda!, ¡Arriba los libros de superación personal! ¡Loados sean El Alquimista y El Secreto!

Quien solo lea el título de este artículo, quizá se lleve a un gran error. ¿Se pretende aquí hacer una verdadera alabanza de los inanes e inservibles métodos de autoayuda?, ¿una auténtica apología de las artes de la nada y la vaciedad que estas corrientes representan, tal como lo fue, por ejemplo, la homónima apelación platónica a su maestro?, no, para nada. No obstante, si quiera como reducción al absurdo, se podrían (y tal vez, deberían) decir unas cuantas cosas a su favor. Y sacar, por lo demás, no pocas conclusiones que tendrían que hacer reflexionar a todos los que profesamos ese aparente saber teórico y práctico superior que es la filosofía.

Ciertamente, sonará escandaloso y casi herético oír algo así como un encomio de la Ley de atracción y las terapias New Age de boca de un filósofo (o, al menos, aspirante a ser aspirante a la sabiduría): máxime si se conoce la trayectoria vital de vituperios y escarnios habidos y por haber sobre la autoayuda hechos desde sus medios. Si bien, aunque solo sea como experimento de honestidad (de honestidad brutal, habría que decir), quizá, y quizá solo por esta vez, tocaba esta vez hacer una pequeña defensa de la más pueril e insustancial de las prácticas humanas.

¿Por qué triunfa la autoayuda mientras la filosofía cada vez va perdiendo peso e importancia?, ¿cómo puede ser que, además, lo poco que sobrevive de la divina Sofía (σοφία), tenga que abandonar todo boato académico y refugiarse en una suerte de imitación práctica de tales pseudociencias para subsistir y ser tenida en cuenta?, ¿cuál es el motivo de que todo el aparato cultural de libros y autores de primera línea sesuda e intelectual quede siempre a rebufo de obras precocinadas de bajo nivel, perpetradas por falsos expertos en la vida y el alma humana?, ¿dónde encontrar sentido a que Descartes, Leibniz, Kant, Hegel, Arendt o Beauvoir hayan sido opacados por escritores de medio pelo como Pablo Coelho, Jodorowsky, Walter Risso o Rhonda Byrne?

¿Es que la gente se ha vuelto idiota y ya no le interesan las verdaderas propuestas vitales?, ¿pudiera ser que estos autores dispongan de genuinos dones comerciales capaces de embaucar al más pintado?, o, es que, acaso, ¿la sociedad actual ha llevado a las grandes masas a consumir cualquier producto chatarra que se les ponga delante de los ojos? Analizada la situación honradamente, no van por ahí los tiros. Y es ahí donde habría que hacer una loa de la autoayuda, directamente proporcional a la crítica que hay que hacer a la filosofía presente y pasada (bastante pasada).

Pese a toda su charlotada barata, este remedo cutre de gnosis sapiencial, conserva algo que a la filosofía le falta: la vis práctica…, y si apuramos, voluntad de vida. Desde hace no poco tiempo (quizá siglos), la filosofía se ha convertido en una especialidad eminentemente teórica. Tan alejada de la calle y de los problemas cotidianos como lo está la física cuántica de las ingenierías técnicas o la matemática abstracta de la economía familiar. Y, en este sentido, la gente del común no ve mayor interés en las disquisiciones metafísicas que en discutir sobre el sexo de los ángeles. Por contra, los sistemas de pensamiento positivo, en cualquiera de sus formas, desde el coaching a la psicomagia, con toda su ambigüedad e ignorancia, hablan de aquello que a la gran mayoría de la población sí le interesa; esto es, de su vida, de su aquí y ahora. Y no de una forma negativa y desesperante, como lo hace el existencialismo, sino de una manera que permita cierta esperanza de mejoramiento y aprovechamiento.

En este sentido, cabe un panegírico hacia la autoayuda. Tanto como tiene todo el sentido del mundo el vituperio a la filosofía tal como se conoce hogaño. Pues, en Napoleón Hill, Eckhar Tolle o Deepak Chopra, con toda su verborrea estúpida e infantil, el común de los mortales halla un espíritu de salud más semejante al de la sabiduría clásica de los antiguos (véanse los sócrates, los epicuros, o los sénecas del pasado) que en todos los enrevesados Husserl, Wittgenstein y Heidegger juntos: ni qué decir de pesimistas irredentos como Kierkegaard, Sartre o Lacan. Algo que, además, explicaría bien la mitomanía que todavía se mantiene hacia autores de verdadero valor, pero más asistemáticos y antiacadémicos (y más apegados a las cosas), como Montaigne, Nietzsche, Thoreau o Herman Hesse…

Pero dejémoslo aquí. No llevemos más allá del ditirambo espontáneo este elogio que debería ser sátira. No vaya a ser pequemos en exceso, con esta vindicación y enaltecimiento de la autoayuda, contra la única deidad sapiencial digna de ponderación: la diosa de la filosofía.

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