La mente, o el alma, ha supuesto un misterio que se ha intentado explicar desde siempre en la Filosofía, ya a Platón le resultó evidente que esta no podía ser un mero elemento mundano, abocado al devenir y a la extinción en última instancia, como lo era nuestro cuerpo físico, despreciable y corruptible. Pero, la cuestión ha ido tomando forma desde entonces, aunque ya Aristóteles, el alumno más aventajado de la Academia platónica, supo darle con acierto un enfoque más biologicista o científico y pasó a hablar del alma como función o forma del cuerpo. Y es que el pensamiento del Estagirita, se ha de reconocer, estaba cargado de sentido común; las respuestas que propuso a los diferentes problemas filosóficos, y trató todos prácticamente, eran propuestas que siempre iban en pro de lo físico dejando de lado la pura divagación metafísica a la que se han inclinado siempre en esta disciplina otros autores.
Pues bien, si esta cuestión de algún modo comenzaba a ir por el buen camino con Aristóteles en la época, hubo numerosas e importantes regresiones en los siglos posteriores. Constatamos diferentes intentos de resolver el problema mente-cuerpo recurriendo a la divinidad, con el fin de explicar el alma de un modo sobrenatural y buscando la salvación o la eternidad de los poseedores, explicación que incluso no se ha de tomar en sentido mitológico como lo era el de Platón, sino más ingenuamente en sentido exclusivamente dogmático. Pongamos a los teólogos medievales como ejemplo, o a Descartes en plena Revolución científica.
Por así decirlo, Aristóteles había intuido, en cierto modo, que no podían reducirse ambas cosas a un solo elemento como lo hacen los materialistas, pero que la una era la condición de posibilidad de la otra, esto es, que la una sin la otra carecían de finalidad, no tenían sentido teleológico del cual toda la naturaleza dispone.
Imaginemos un alma por sí solo en un mundo ideático, vagando y cayendo nuevamente al mundo que conocemos por los sentidos, el sensible. Suena bien esta idea, pero es una teoría muy difícil de justificar con evidencias empíricas, te ves obligado a recurrir a elementos o afirmaciones dogmáticas, como lo son la existencia de otro mundo, además del terrenal o la idea de la reencarnación. Aquí entraríamos en materia religiosa y solo la fe nos puede ayudar a aceptar este tipo de axiomas; sin embargo, habíamos convenido que la Filosofía es una disciplina racional y el pensamiento racional no puede dejarse llevar por este tipo de místicas o mitificaciones, necesita de la argumentación y de las evidencias.
Asimismo, sí que es verdad que Descartes había estudiado con los jesuitas y no quería jugársela con la Inquisición que en esta época parecía tener mucho que decir sobre lo que se podía y no decir, fijémonos en Galileo o en otros con peor suerte que como Giordano Bruno que acabaron en la hoguera. Pero cabría preguntarle cómo, después de promover un sistema filosófico cuyo referente era la deducción matemática la cual había tomado como modelo, se vio en la necesidad de recurrir a la substancia divina para garantizar la existencia del cuerpo, y a la glándula pineal como garante de la comunicación entre las otras dos substancias (mente-cuerpo) que supuestamente forman al hombre. Seguramente sí se vio en la necesidad, porque el error parece ser que no radica en el modo en el cual se justifica la comunicación entre las substancias, sino en la separación o diferenciación como punto de partida de su concepción antropológica, no novedosa, por cierto, sino propia de concepciones dualistas como la del Cristianismo.
Por el contrario, Hobbes, siguiendo a Maquiavelo, el cual sabía que lo de la religión era una estrategia que debía desempeñar el soberano como método de control sobre los súbditos, y que en ese ámbito, por tanto, no podíamos buscar respuestas serias, ni creérselo si eras el Príncipe, formuló la resolución al problema de la mente en estos sencillos términos, vino a afirmar algo tan sencillo como: “lo que no es material, no es”.
Qué acertado este filósofo en este punto, y en tantos otros aprovecho para decir, como el de entender el origen de la acción humana en vistas a su finalidad biológica. Y es que si el alma no lo podemos explicar de manera física es que no se puede explicar, porque no existe tal cosa. En esta línea reduccionista se hallan la mayoría de los filósofos que trabajan el tema en la actualidad, pensemos, por ejemplo, en el título del libro elegido por Eduard Punset y que responde directamente a la cuestión mente-cuerpo: El alma está en el cerebro, de 2012, o en el reconocido filósofo de la ciencia Daniel Dennett, el cual centra sus estudios de la mente en torno al modo de funcionamiento de la conciencia, avanzando que no hay ningún misterio en el asunto del alma, que el único secreto existente es que aún no hemos podido explicar el funcionamiento completo del cerebro, pero que en el momento que eso se logre, se cerrará el debate. Él mismo se da cuenta de que se le puede tachar de aguafiestas por desvelar el misterio del alma, y así lo pone de manifiesto en su último libro De las bacterias a Bach (2017). Y es que, en definitiva, no todo el mundo está dispuesto, al margen de la época y los avances científicos, a aceptar este tipo de respuestas que simplifican poniendo fin al misterio del alma, y con ello, a las esperanzas de la eternidad en otras posibles vidas o mundos mejores.
Profesora de Filosofía y Psicología