Para muchos de nosotros el año dos mil ya fue todo un hito. Y ya han pasado veinte largos y complejos años desde entonces. Una nueva década ha llegado dicen algunos, otros dicen que habrá que esperar otro año. Mientras, muchos pensamos todavía en el no tan nuevo milenio. Los dorados años veinte comentan por las esquinas, como si todo se fuera a volver bonanza y charlestón. Dos decenios de innovaciones, reivindicaciones, descubrimientos y desarrollo tecnológico, pero también de crisis, deshumanización, destrucción del medio ambiente e involuciones socio-económicas por doquier. Difícil sería narrarnos a nosotros mismos qué resume este tiempo, qué tan diferentes somos, cuál es el tema de nuestra época actual. Esto es, cuánto hemos cambiado desde el comienzo de un milenio que ya sirve de eje cartesiano (aunque la juventud ya no lo haya vivido). Ciertamente aún comenzamos el siglo veintiuno, pero ya no lo horadamos superficialmente: todavía no hemos llegado a habitar otros planetas, pero, como predijera Asimov, la inteligencia artificial ya ha entrado en nuestras vidas… Son ya cuatro lustros en nuestra carrera hacia el futuro, y aunque a muchos nos parezca raro y futurista, sí, hemos entrado en 2020: ¡¡Felicidades a todos!!
Y, ¿qué piensa la filosofía de todo esto?, ¿acaso puede pensar algo diferente de el más común de los mortales? Como se ha repetido varias veces (pero no importa remarcarlo para acentuar el verdadero asombro), parece increíble que estemos aquí, tan adelante en la historia, tan lejos de lo que pensábamos era pionero.., mas lo cierto es que el reloj no se para ni la historia tampoco hace descansos, y los filósofos andan tan desorientados como todos. Estamos sujetos a un flujo de cambio y permanencia que nos hace errar en nuestras consideraciones, y hogaño más que nunca, como a todos: eso si somos capaces de encontrar verdaderos pensadores y no eruditos, profetas o ideólogos. Sabemos en qué año vivimos, como todos, mas el calendario no puede dejar de maravillarnos, también como a todos. Quizá el gran tema universal es este del cambio y el tiempo, quizá nada ha cautivado tanto a propios y extraños. Y, por supuesto, como en todos, en el mundillo de la sabiduría tanto o más que cualquier otro lugar es tema de indiscutible tratamiento: desde Parmenides y Heráclito, a Sartre y Heidegger, pasando por Platón, Aristóteles o Hegel, todos quedaron maravillados por la impermanencia. Y eso, aunque rara vez supieran vencer los problemas de su particular y eterno presente (como el resto de las personas), hoy sus elucubraciones ya parezcan simples consideraciones intempestivas hasta para los estudiosos y estudiantes de la filosofía; y, sobre todo, que entre estos últimos no encontremos apenas un interés real y una apuesta seria por su epocalidad.
Ciertamente, años hay muchos, y muy diversos. Los hay buenos, los hay malos y los hay que pasan sin pena ni gloria. Puestos en harina, un año es poco más que un concepto, solo experimentable como el término a una vuelta de una órbita infinita. Existen años cósmicos (tiempo que trascurre en una vuelta del Sol sobre la Vía Lactea), años lunares, años platónicos (tiempo en el que el eje de la Tierra describe un círculo completo en la esfera celeste debido a la precesión), años bisiestos, años de eclipse y, por supuesto, “años” en cada astro y cada recóndito sistema planetario. Eso sin olvidar lo cultural pues, según los historiadores, han pasado más de cinco mil doscientos ocho años desde el inicio de la primera dinastía en Egipto y la primera ciudad de Uruk, en Irak. Según los judíos, estaríamos andando ya por el año cinco mil setecientos ochenta desde la Génesis del mundo. Y según la cuenta China del Emperador Amarillo (Huang Di), tendríamos que estar por el cuatro mil setecientos diecisiete de un año Rata de plata. Más de mil setecientos setenta años desde la fundación de Roma. Más de mil cuatrocientos treinta y ocho desde el inicio de la Hégira para los mahometanos. Escasamente ciento treinta y dos desde de que el “mostachudo” Nietzsche (autodenominado el “Anticristo”) predicase su rechazo al “monótono-teísmo” y su apuesta por una vuelta a la vitalidad pagana. Solo un suspiro desde que nos sorprendíamos porque el inalcanzable año dos mil fuera a pasar. Un abrir y cerrar de ojos desde que mediábamos la mitad de una década que aún no se ha nombrado (¿los 10´s?) ni tampoco ha sido definida en la labor inconclusa de analizar el enigmático siglo XX. Apenas un pestañeo desde que vimos caer las Torres Gemelas, y después vimos atentar en Madrid. Incluso hoy: hoy es cuando empezamos la crisis… ¿O fue ayer? Y puestos ante este juego cabalístico de números, ¿quién podría tirar la primera piedra contra esos pobres académicos e intelectuales, hinchados de datos, por no hacer su función de guías de la sociedad y la civilización por estar absolutamente desorientados y mareados ante el vertiginoso desvelamiento de los acontecimientos?
La tierra dio una nueva vuelta en su eterno baile de las esferas y comenzó otro año. Un año con muchos acontecimientos acumulados, con muchos retos por resolver y muchas posibilidades en el horizonte. Quizá un año mejor que los pasados, no sería difícil; quizá otro desastroso año como los pretéritos, no sería tampoco extraño. Un año con tensiones geopolíticas varias, con guerras abiertas y no cerradas, con graves problemas internacionales, con la problemática del choque de civilizaciones, de los movimientos sociales, con las graves secuelas de la crisis en Occidente y la vieja Europa, con las amenazas climáticas y la deriva técnica, etcétera, etcétera, etcétera. Un año donde también la situación nacional, internacional y mundial anuncia una rara avis en el calendario político y económico. Y es que, a nadie se le escapa que, como humanidad, como sociedad y como historia, estamos ante un punto en extremo complejo: casi al borde de un precipicio cultural, casi tocando las estrellas en lo tecnológico. Bueno, quizás a veces sí se nos escape en nuestro deambular entre lo próximo, lo ya pasado y lo futuro, incluso a los “pensadores”: si bien no del todo, y vemos cómo, paso a paso, día a día, nos encaramos ante los mayores retos y proyectos a que nuestra humanidad se ha enfrentado jamás. Y esto por imperativo propio, sin olvidar que todo momento vivido siempre fue el último, descartando toda conspiración blidemburghuiana, masónica o extraterrestre, ya que la vida siempre ha sido eso: un eterno presente, un estar ahí; algo por esencia lleno de retos, un “eterno retorno de lo mismo” por diferente. Algo que los pensadores siempre han sabido, y no deberían olvidar en su labor ante estos dilemas que nos deparan.
El tiempo pasa y eso es un secreto que se descubre poco a poco, como todo. También los nuevos y viejos filósofos. Y no podemos dejar de seguir viviendo y viendo pasar una biografía humana que hacemos nosotros, aunque a veces nos pase por encima. Y esto así, la filosofía no debería tirar la toalla y rendirse ante este gran enigma del tiempo y el cambio, al menos no antes de siquiera haber empezado una batalla que está evidentemente perdida para el hombre. Nunca nadie tuvo las claves, nunca nadie pudo desencriptar el misterio de nuestra fugacidad, de nuestra vida y nuestra historia, del devenir y la realidad, pero, al menos antaño, la filosofía miraba de frente estos monstruosos abismos, ignotos y atávicos. Ahora nos hemos quedado como estatuas de sal o de Sais, sin saber qué hacer o decir, como salvajes perdidos en un pagano mar de hiperinformación.
Así pues, en este Sanctus Januarius, en esta nueva década (o no, juzguen ustedes), los amantes de la sabiduría podríamos forjarnos como buen propósito de año, volver a ser, sino útiles, sí prácticos, auténticos y vitales: no negarnos nuestra tarea de volver a filosofar el mundo y las cosas (que quizá nos necesiten más que nunca), por más que nos aburran o superen o desconcierten, por más que queramos estar tranquilos meditando en nuestras divagaciones misantrópicas y etéricas. Como filósofos debemos obligarnos a volver “a las cosas” con amor y veracidad. No otro deber es el sino de un verdadero pensador. Y para ello, más que nunca tendrían que resonar en nuestros oídos aquellas palabras (o deseos) dichas por Friedrich Nietzsche en enero de 1882:
“Para el año nuevo: sigo viviendo, sigo pensando. Todavía debo vivir porque todavía debo pensar. Sum, ergo cogito: cogito, ergo sum. Hoy todos se toman la libertad de expresar su deseo y su pensamiento favorito: bueno, también quiero decir lo que he deseado para mí hoy, y qué pensamiento se me pasó por la cabeza este año, un pensamiento que debería ser la base, ¡la promesa y el endulzamiento de toda mi vida futura! Quiero cada vez más percibir a los personajes necesarios en las cosas como lo bello: así seré uno de los que embellecen las cosas. Amor fati: ¡Que ese sea en adelante mi amor!”.
Licenciado en Filosofía, escritor, profesor y divulgador