En Tiempos de Aletheia

JÓVENES FRÁGILES versus JÓVENES DISOCIALES.

A partir de un suceso que me ocurrió ayer mismo me paré a reflexionar sobre los jóvenes de hoy y los adultos de mañana. Resumiré la situación: me encuentro frente a un cajero de un banco presta a realizar una operación bancaria en él. Cuando introduzco la tarjeta en la ranura veo por el rabillo del ojo la sombra de la cara de una persona sobre mi hombro, e incluso llegó a percibir el olor del gel con el que posiblemente hace un momento se ha duchado. Es un muchacho de unos veinte años que está hablando con otro y que se mantiene pegado a mí a una distancia menor de quince centímetros. Por el tono de la conversación no preveo un atraco sino simplemente una invasión de mi espacio corporal. Me giro y con una sonrisa le pido que se aleje un poco de mí. Ambos chicos, vestidos por cierto con traje, lo que me hace suponer que deben trabajar en el sector de seguros o inmobiliario tienen inmediatamente una reacción hostil hacia mí, considerándose ofendidos ya que interpretan que mi demanda implica que los haya acusado de ser ladrones. Sorprendida, les explico que sólo es una cuestión de respeto por el espacio personal, una norma de cortesía y de respeto hacia la intimidad de las personas. Ellos insisten en su percepción de sentirse gravemente ofendidos. Dado que la discusión se podría alargar, dejo el tema, realizo la operación con mi tarjeta y me marcho, dejándolos acusarme de haber sido “una borde”.

Posiblemente por una cuestión de defecto profesional quise analizar y entender la reacción totalmente desmesurada de unos muchachos que no parecían estar bajo la influencia de ninguna sustancia psicoactiva.

Causas probables de la reacción:

– Es evidente que mi sugerencia y demanda les ha ofendido.

– No saben distinguir entre una actitud asertiva y una agresiva.

– Viven como un ataque personal el que se les trate de marcar un límite.

Analizada y entendida la reacción me pregunto ahora:

– ¿qué tipo de vivencias o crianza han debido de tener para interpretar que la demanda de respeto a la intimidad e imponerles un límite espacial es un ataque verbal y una ofensa?

– ¿Por qué cualquier observación que se les haga es recibida como una agresión a sus derechos?

– ¿Por qué no aceptan normas sociales de consenso como es la de mantener una distancia prudencial entre una y otra persona cuando se espera frente a una ventanilla para hacer una gestión?

– ¿Por qué no tienen integrado el concepto de intimidad del otro, o no le dan el mismo valor que los adultos?

No es que quiera generalizar mi opinión acerca de una generación a partir de la conducta de dos muchachos, pero lo cierto es que en mi ámbito profesional que es el de la psicología clínica infanto-juvenil, a pesar de no haber realizado todavía un estudio estadístico de frecuencia de casos, puedo afirmar que el mayor número de casos que atiendo diariamente son trastornos de conducta relacionados con una actitud rebelde cuando se les intenta hacer cumplir unas normas en el ámbito familiar, viéndose los padres sobrepasados por una situación de continuas discusiones con los menores.

La tipología de casos que ocuparía el segundo lugar en este ranking sería el de los “problemas de adaptación a los cambios propios del ciclo vital”.

La etiología de ambos trastornos nace de actitudes de sobreprotección por parte de sus progenitores, donde por temor a coartar su libertad no les imponen normas, ni les definen límites, no se les enseña a respetar y a reconocer la autoridad que tienen sobre ellos, por lo que ya a los 7 u 8 años tienen a hijos con lo que técnicamente denominamos “el síndrome del emperador”. Los menores que tienen ese cuadro comportamental crecen sintiendo que siempre están en posesión de la verdad absoluta, que sus padres sólo están junto a ellos para servirles en todos sus deseos y cubrir sus infinitas necesidades. Se vuelven materialistas y no saben recrearse con las cosas positivas de la existencia.

La sobreprotección es un estilo de crianza que no crea un apego seguro en los niños, y como consecuencia de ello, irán conformando una personalidad frágil que les hará responder ante cualquier estímulo, tanto sea positivo como negativo con hiperreactividad, tendencia a mostrar dependencias de cualquier tipo (sustancias estimulantes, tecnología) egocéntricos y caprichosos, obsesionados con los bienes materiales, insociables, incapaces de amar de forma auténtica y profunda, expertos en percibir sus derechos pero sin lograr aceptar que la libertad implica responsabilidad de los propios actos.

Por lo tanto, les habremos hecho un flaco favor a nuestros queridos niños sobreprotegidos, por nuestro temor a que se traumaticen, y sobre todo buscando evitarles las carencias que pudimos sufrir nosotros en nuestra infancia. Cuando les aplanamos el camino despejándolo de dificultades y frustraciones los convertimos en personitas que se desmoronarán ante la primera dificultad que se encuentren, con síntomas de depresión siempre acechándoles, miedos y crisis de ansiedad causados por sus inseguridades, a edades en que deberían disfrutar de la vida y no tener preocupaciones.

Concluyendo esta reflexión, quiero expresar mi sana preocupación por los niños que están y los jóvenes en que se convertirán, porque veo a demasiados que a temprana edad ya sufren por no ser capaces de adaptarse a las exigencias de la vida, díganse, sus tareas escolares, verse limitados en las horas en que se les deja jugar, las obligaciones que se les impone en casa como ordenar su habitación o lavarse los dientes. Tal vez, alguno de los lectores de este artículo considere que exagero, pero no lo hago. En una consulta de salud mental infantil se atienden niños menores de 8 años con crisis de ansiedad (no rabietas) porque se les pide que lean en voz alta ante sus compañeros. Y eso, me resulta muy triste.

Por lo tanto, tratemos de transmitir por todos los medios que para crear una sociedad eficiente y amable a la vez tenemos que conseguir que nuestros descendientes sean autónomos, tengan claros en qué valores éticos quieren fundamentar sus conductas, y si es posible, que sea en unos valores compartidos por la gran mayoría social y comunes a todas las culturas, que crezcan seguros de sí mismos, con la conciencia de que pueden decidir su futuro, y la suficiente autoestima que les permita responder con asertividad ante cualquier circunstancia que se les presente.

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