El texto titulado “La conquista del espacio y la estatura del hombre” de la obra Entre el pasado y el futuro que Hannah Arendt escribió en 1996 constituye un reflejo que nos invita a mantener una reflexión sobre la práctica científica y sus implicaciones en la vida del ser humano. Lo que la filósofa contemporánea se cuestiona a lo largo de este octavo capítulo, más concretamente, es la siguiente cuestión: si acaso el desarrollo de la ciencia moderna y sus implicaciones tecnológicas suponen el enaltecimiento o exaltamiento del hombre o si, por el contrario, son expresión de su pobre orgullo, y, por tanto, le están conducido de manera irrevocable a la autodestrucción.
Comencemos, para entender esta disyuntiva, por analizar la idea fundamental que nos pretende transmitir Arendt, la cual se puede enunciar resumidamente del siguiente modo: la ciencia es una actividad peligrosa como consecuencia del parcelamiento de las disciplinas científica, tecnológica y humanista. Es decir, advierte que los científicos se mueven únicamente en el campo teórico de pensamiento y no se cuestionan las implicaciones éticas de su actividad o de sus logros, así como tampoco se cuestionan las aplicaciones de dichos descubrimientos. Se hallan pues estos, los científicos, como en otra realidad diferente de la que investigan, y observan desde allí el funcionamiento del mundo. Llevan a cabo su tarea a modo de observador externo que modifica una realidad de la cual no participa, o lo que es lo mismo, no se siente partícipe, convirtiendo ese mundo en algo ajeno a ellos. Debido a este motivo, la tarea de cuestionar la moralidad de los avances técnicos o de las investigaciones científicas parece cosa de los humanistas, pero el problema es que los últimos solo interpretan sus posibilidades en el mundo, no tienen capacidad para actuar sobre ello como la tiene la tecnología que, por el contrario, sí se ocupa de implementar en el mundo los avances teóricos de la ciencia.
Podemos inferir, por lo tanto, que el obstáculo o problema con el que nos encontramos viene motivado por la desconexión, esto es, ese parcelamiento que he mencionado en el párrafo anterior, y la falta de comunicación que existe entre estas tres actividades propias del ser humano que, aunque se relacionan, se desarrollan autónomamente.
La cuestión nos queda de este modo: por un lado, tenemos la actividad científica que, en un plano puramente teórico y especulativo, busca una explicación del mundo, como un mero espectador del mismo; por otro lado, la tarea de los humanistas que buscan interpretar esos avances científicos en el mundo del que sí se sienten partícipes, siendo por ello capaces de cuestionar los “supuestos” beneficios e implicaciones para la humanidad de tales descubrimientos; y, por último, la actividad de la técnica o tecnología que busca el modo de introducir o aplicar las nuevas teorías científicas en el mundo con el fin de modificarlo.
Asimismo, Arendt realiza durante este capítulo un análisis breve, pero interesante ya que denota un conocimiento profundo de este ámbito teórico, de los fundamentos de los tres grandes paradigmas de la Física. Su análisis contempla desde el surgimiento de la Ciencia moderna con Galileo entre otros, como primer paradigma que pone al observador alejado del centro del Universo mediante la postulación de la teoría heliocéntrica del mundo. Aunque haya que aclarar en este punto que no por ello dejan de tener los científicos una visión antropocéntrica del cosmos y de la misma ciencia que lo explica, debido a que esto parece ineludible, porque es una actividad inherente al sujeto que la realiza. Dicho análisis incluye también el más reciente paradigma, el de la microfísica, que confronta el principio determinista fundamental de Laplace de la Física Clásica con el principio de Incertidumbre formulado por Heisenberg, según el cual nada está sujeto a la determinación necesaria de la causalidad, sucediendo de este modo que el sujeto que somete a medición un sistema actúa sobre él. Por último, decir que incluso el análisis de Arendt repasa los fundamentos de la teoría de la Relatividad de Einstein, el cual, por cierto, insiste en la búsqueda de la armonía y la belleza de las leyes deterministas clásicas en su lucha fallida por encontrar esa Teoría final que englobe las anteriores.
Para concluir, y como tema de reflexión propuesto en este artículo, la interpretación que propongo a partir del texto de Arendt es esta: que la actividad científica ha de ser vista no como la gloria del hombre, sino como un ejercicio que le caracteriza como especie, fruto de su esencia especulativa que busca comprender el mundo mediante su actividad racional. Dicha diferencia con otras especies no es de “altura” sino de estrategia adaptativa, tanto en sentido positivo como negativo, porque la intervención y la modificación de su medio a veces no ha sido ni la más insigne ni la más memorable de las que cabría esperar como bien ejemplifica esta pensadora cuando hace mención de alguno de los episodios más lamentables de la historia de la humanidad. Recordemos el funcionamiento de la energía nuclear y sus posibles nefastas consecuencias por ejemplo, o como dice la autora de este texto: “El simple hecho de que los físicos dividieran el átomo sin vacilaciones en el mismo momento en que supieron cómo debían hacerlo, aunque comprendían muy bien las enormes posibilidades destructivas de esa operación, demuestra que el científico como científico ni siquiera se preocupa de la supervivencia de la raza humana sobre la tierra, ni incluso de la del planeta mismo” (Arendt, p. 289). Para acabar, y parafraseando el título del capítulo que estamos interpretando en cuestión, el interrogante que se ha de vislumbrar es, por lo tanto, el que sigue: ¿Es la altura del hombre directamente proporcional a los éxitos que este ha conseguido en la ciencia y en la técnica como puede serlo, por ejemplo, la conquista del espacio?
Profesora de Filosofía y Psicología