En Tiempos de Aletheia

La barbarie de los expertos

Allá por el año 1929, en su famoso ensayo La rebelión de la masas, Ortega y Gasset bautizó el problema que acuciaría al futuro de la cultura con el título de “La barbarie del especialista”. Un mundo donde el saber avanzaba de la mano de individuos que se convertían en engranajes perfectos para hacer su función de forma limitada pero perfecta. Esto es, una sociedad en la que “el especialista sabe muy bien su mínimo rincón sobre el universo; pero ignora de raíz a todo el resto”. Un nuevo paradigma pragmático y científico que podía carecer del carisma y de la profundidad humanista, mas un paradigma que, al fin y al cabo, tenía pretensiones de infalibilidad para el progreso técnico humano. Esto es, al especialista (o experto) podíasele catalogar, en buena lid, como un hombre unidimensional, un bárbaro moderno perteneciente a la categoría de individuo-masa, pero al menos “recluido en la estrechez de su campo visual, consigue, en efecto, descubrir nuevos hechos y hacer avanzar su ciencia”. O eso parecía…

Sin embargo, con el paso del tiempo, las palabras de Ortega, como en tantos y tantos aspectos, vuelven a tomar una actualidad insospechada cuando examinamos los recientes acontecimientos planetarios. Y no nos referimos al tiempo y a esos meteorólogos que nunca dan una. Ni siquiera a los políticos o los economistas que, como dice un refrán castellano, “fallan más que una escopeta de feria”. En esta emergencia médica mundial, ¿dónde han quedado todos esos expertos y especialistas que hasta hace poco todos creíamos cerca de conocer hasta los resquicios más pequeños de la ciencia, las aplicaciones médicas más complejas y las criaturas más diminutas de la biología?, ¿dónde han quedado todos ellos y su reputación, después de todos estos meses de desconcierto, de medidas erradas y erráticas, de protoclos más políticos e informativos que sanitarios, y de una apabullante ignorancia e improvisación ante la catastrofe que se ha cernido sobre el globo?

Ciertamente, la segmentación y la mecanización del saber científico han producido un avance regular y continuo sin parangón. No obstante, este mismo sistema se ha visto indefenso, por esa misma parcelación y metología por engranajes, tal como si fuera una producción en cadena, en el instante mismo en el que un acontecimiento inesperado y azaroso de cierta novedad y complejidad ha venido a romper su monótona y fabril forma de trabajar. Como argumentaba don José: “… Generación tras generación, el hombre de ciencia ha ido constriñéndose, recluyéndose, en un campo de ocupación intelectual cada vez más estrecho (…), en cada generación el científico, por tener que reducir su órbita de trabajo, iba progresivamente perdiendo contacto con las demás partes de la ciencia, con una interpretación integral del universo, que es lo único merecedor de los nombres de ciencia”.

Y ahí está la clave: estos hombres parcialmente cualificados, estas instituciones donde no suele primar la interdisciplinaridad, y menos aún la sabiduría humanística, han hecho avanzar de forma general la ciencia encerrados en la celdilla de su laboratorio, empero, se han visto desbordados por unas circunstancias de “radicalismo en su novedad” que hubieran necesitado realmente de mentes e inteligencias multidisciplinares capaces (en terminología moderna) de “pensar fuera de la caja” (outside the box/out of the box).

Y si por filósofo, y no experto científico, no nos quedamos satisfechos con la visión orteguiana, bien podríamos recordar a aquel famoso y experto científico, Philip E. Tetlock, quien llevó a cabo con el máximo rigor experimental una serie de torneos de predicción a pequeña escala, entre 1984 y 2003, para determinar las variables necesarias en la mejor predicción de eventos y de solución a problemas. En estos, quedó patente que los llamados “expertos” fallaban en sus predicciones de manera estrepitosa. Así es, después de 12 años de experimentos, y más de ochenta y dos mil pruebas a todo tipo de académicos, expertos y gente común, el doctor Tetlock junto con el IARPA (Actividad de Proyectos de Investigación Avanzados de Inteligencia de EEUU), concluyó que ser experto o especialista no solo no garantizaba que sus predicciones y consejos fueran seguros, sino que (paradójicamente) solían ser menos acertados que los augurios de sujetos con un vagaje y conocimientos menos limitados y más diversificados.

El llamado Proyecto del buen juicio —así se llamó al experimento, The Good Judgement Project (GJP)— contó con 284 expertos de una variedad de campos extensísimo, incluidos funcionarios gubernamentales, profesores, economistas, sanitarios, militares, politólogos y periodistas de muy diversa índole e ideología (desde marxistas hasta partidarios del libre mercado), físicos, químicos, etcétera, algunos, incluso, personal con acceso a información clasificada. A los cuales se les solicitaron aproximadamente 28.000 predicciones sobre el futuro, encontrando que, tanto unos como otros, apenas eran solo un poco más precisos que el azar; que, por lo general, estaban por debajo que los algoritmos de extrapolación básicos; y que, especialmente, estaban muy alejados de pronosticadores humanos con un pensamiento más abstracto y multidisciplinar; sobre todo, en análisis con alcances superiores a tres o cinco años.

Curiosamente, en el juego se distinguieron dos tipos de personalidad identificados en el ensayo de Isaiah Berlín de 1950, The Hedgehog and the Fox (en honor al poeta Arquíloco por su Debate entre el erizo y el zorro). Los erizos, expertos o especialistas, por contraposición a los llamados zorros —sujetos con “un aprovechamiento mayor de una combinación abstracta de estadística, psicología, capacitación y varios niveles de conocimientos varios”—, tenían menos destreza en la resolución de problemas, así como en hacer pronósticos a largo plazo incluso dentro del dominio de su propio campo. Todo lo cual pareció demostrar práctica y experimentalmente (no en vano, recibió premios y subvenciones gubernamentales y militares, como el Premio Robert E. Lane de Psicología Política) que tanto los especialistas académicos como los expertos de fama de los medios de comunicación eran “especialmente” malos en sus predicciones, y que más que como veredictos de expertos debían de juzgarse como opiniones tales como las de cualquiera.

Este estudio pronosticamos, sin miedo a equivocarnos, hubiera sido del mayor agrado del pensador madrileño. Quien, tal vez, nos habría repetido aquello de: “El especialismo, pues, que ha hecho posible el progreso de la ciencia experimental durante un siglo, se aproxima a una etapa en que no podrá avanzar por sí mismo si no se encarga una generación mejor de construirle un nuevo asador más provechoso…”

Pues, hoy, más que nunca, para enfrentarnos a retos y encrucijadas por venir, se hace necesario un pensar más polímata, más versado, más renacentista y de amplias miras. Se hace más impepinable que nunca completar el cientificismo con filosofía, con pensamiento crítico y diversificado, con una cultura interdisciplinar, a riesgo de equivocarnos sin remedio por la miopía del especialismo. Hogaño, sobre todo conocimiento aislado y todo “sabio-ignorante”, tenemos que decir, humanismo o barbarie. Pues “el erizo sabe mucho de una cosa, pero el zorro sabe mucho de muchas cosas”.

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