En Tiempos de Aletheia

La filosofía: un problema de… ¿marketing?

En un tiempo de elecciones como el que recientemente hemos tenido en España, uno se da cuenta de por qué la filosofía, aun siendo una disciplina que teóricamente debiera ser práctica, y que realmente suele dar respuestas bastante sinceras a la sociedad y las preocupaciones de la gente, sin embargo, sigue siendo una gran desconocida. La filosofía no sabe venderse, usando la terminología electoral: no tiene tirón mediático, no da bien ante las cámaras, no lleva un buen eslogan y, por supuesto, no está eligiendo bien a sus jefes de campaña. No ha hecho inversión publicitaria, su rating de audiencia no sale en ningún sondeo ni encuesta y, por ello y por descontado, no tendrá ni representación pública ni subvenciones estatales. Si la filosofía tuviera un buen asesor de imagen le diría que cambie de inmediato sus estrategias de comunicación, que se actualice, que deje los ensayos y se pase a los discursos, que convierta los diálogos platónicos en debates televisados y que cambie las clases magistrales por mítines multitudinarios. No está sincronizada a los nuevos tiempos.

Podría parecer una broma (y sería gracioso si no fuera verdad), pero hogaño, cualquiera que aspire a la popularidad debe dar prioridad absoluta a la imagen y las estrategias de influencia. Todo, hasta un asunto tan serio como la política ha claudicado al potencial de la publicidad y el marketing. Y la filosofía no ha querido ni ha sabido nunca jugar a ese juego de falsas apariencias. Más bien todo lo contrario, ha mantenido una forzada actitud de desprecio y orgullo frente a la necesidad de visibilidad, ha buscado expresamente un puesto discreto en el teatro del mundo. Una mezcla de aburrimiento por todo lo mundano y cotidiano, y un sincero desprecio por la hipocresía humana, que ante el gran público le hacen aparecer como una rara avis.

Si tomamos estos cuartos comicios en el país (en menos de un año, y sin garantía alguna de que sean los definitivos) como sinónimo de lo que mueve actualmente a las masas (si es que aún es correcto seguir usando este término), resulta más que comprensible que un saber que profesa un estilo de ver la realidad menos superficial, menos incoherente, menos encasillado, menos hipócrita y menos irresponsable, aunque más lento, más comprometedor y más aburrido, acabe pasando sistemáticamente inadvertido: como ese actor secundario que siempre está ahí sin pena ni gloria. Y esto por mucho que el mundo nunca la haya olvidado del todo, y cíclicamente se presenten momentos donde todo sería propicio para que se pusiese de moda para mayor gloria de esta sociedad y sus integrantes, sino fuera por su aguerrida tendencia a tomar un perfil bajo. Esperando sabiamente un turno de actuar que nunca llega en el cíclico desfile de vacías ideologías de derechas, de izquierdas, de centro izquierda y centro derecha, socialdemócratas, liberales, conservadoras, monárquicas o republicanas, reformistas, revolucionarias y bla, bla, bla…

Ciertamente, esta apuesta comercial estilo premium que lleva a gala el mundillo filosófico ha tenido algo de bueno. Significa que, por lo menos, no se ha vendido, no se ha convertido en un mero espectáculo bochornoso como la política, donde se ha hecho perversamente cierta la frase de Berkeley de “ser es ser percibido”. La ley que ahora impera es tal que si no llamas la atención no eres nadie, y mientras que la política siempre supo hacerse notar, a la filosofía siempre le ha faltado diplomacia y don de gentes como para coger el papel protagonista. Así que, cuando ninguna de las dos sirve para nada, al menos la filosofía podrá seguir conservando su inmaculada fama de pureza y trascendencia en su pequeña parcela de especialistas, académicos y pseudointelectuales.

Gracias a su acomplejado elitismo de camarilla escolástica, es decir, al estar monopolizada tanto por la Academia como por una muy particular intelectualidad, el “amor por la sabiduría” ni se ha enriquecido ni se ha contaminado con ese espíritu de reality show que impregna toda la cultura colectiva de esta nuestra deslumbrante posmodernidad. Y es que, la filosofía peca de hermética y pretendidamente oscura, pero también puede preciarse de haber sido la que mejor ha sabido comprender y analizar esta suerte de Babilonia moderna, al borde del fin de la Historia, y de no haberse prostituido a esa hoguera de las vanidades del mercado, los mass media, el consumismo y las ideologías. ¿Pero es suficiente?, ¿no sería posible que la única que ha sabido definir esta cultura del fin de los grandes relatos, de la deslegitimación de los grandes saberes en esta sociedad líquida, nihilista y relativista, pudiera saber moverse, aprovechar, rentabilizar y transformar las nuevas sociedades del ocio y la información?, ¿sería pedirle mucho a la ciencia del bien y la excelencia?

Ciertamente encontrar un equilibrio áureo no parece sencillo. Pero llegados a este punto, no se trata de que la filosofía se eche a la alfombra roja de la moda o los flashes de los noticieros, simplemente se trataría de aceptar que en buena lid se podría mejorar su apertura al gran público manteniendo su honestidad y dando un plus de profundidad y sensatez a la palestra sociocultural: y compensar así, en la medida de lo posible, la vulgaridad política y mediática imperante. Todas las épocas, y casi todos los hombres, sabiéndolo o no, han coqueteado con la filosofía. La conocen, han transitado por sus ideas y se han formulado personalmente sus grandes problemas, no obstante, no la entienden bien, no la conocen o siquiera se han planteado que su vida pueda ser motivo de reflexión continua. Lo que ha faltado es ánimo y buena voluntad de presentar el pensamiento filosófico de una forma adecuada al libre mercado de la opinión y la cultura. En este sentido, es manifiesta la dejación de funciones y de su verdadero potencial desde los sectores que la han estado monopolizando. Y eso es algo que debería cambiar. Deberíamos cambiar.

La falta de programas e ideas que promueve la política actual, pero su repercusión y atención pública y mediática, deberían animar a la filosofía y sus instituciones a replantearse si no sería conveniente que se aireara el fondo de armario de los grandes pensadores, de las grandes éticas y los grandes sistemas en una forma que llegue a todos. A mejorar su forma de comunicar y su relación con los medios. A dejarse de sectarismos y abandonar ya la seguridad de su caverna y empezar a tomar el protagonismo válido que se necesita en estos tiempos vacíos de convicciones, de proyectos y de valores. A que, sin perder su sensatez y dignidad, acepte por fin la responsabilidad que tiene de liderar un mundo futuro ya presente de globalización y desinformación, de mitomanías deportivas, titiriteros políticos, tops models ejemplares y telepredicadores a domicilio, hombres-anuncio de la comunicación, youtubers que sientan cátedra y gurús espiritules, de estúpidos influencers, rockstars politizadas y demás falsos profetas del siglo XXI.

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