Una lectura fenomenológico-crítica del tiempo en La Montaña Mágica de Thomas Mann
Resumen: El presente ensayo quiere realizar una lectura fenomenológica del tiempo en La Montaña Mágica de Thomas Man. A lo largo de estas páginas se quiere dar cuenta de las distintas visiones que han prevalecido en los modos de concebir el tiempo en un sentido estrictamente filosófico, para considerar el modo en que estos pueden llevarse a la praxis en un caso de ficción literaria. El otro tiempo que, audazmente logra instaurar la narración, problematiza una visión estrictamente fenomenológica del tiempo. La Montaña Mágica se alza, en este sentido, un crisol de revelación a la pregunta inagotable por el tiempo.
- Tiempo y narración
«El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, y cuando el entusiasmo desaparece, ahí se queda, como un hijo pródigo a quien el padre echó de casa».[1]
Si tuviéramos que definir brevemente la misión de la literatura –del arte– diríamos que Hölderlin ya lo ha dicho todo. La experiencia de lo sublime kantiano expone la ambivalencia trágica del límite. El hombre es un ser finito, temporal, construido por los átomos del tiempo, pero no puede rendirse al anhelo de su finitud: es Dios y mendigo al mismo tiempo. La historia del hombre es la historia de su lucha contra el tiempo. Este más-allá de todo límite tiene una casa que es el arte. Ningún pensamiento consigue arreglar este desacuerdo finito-infinito pero la literatura quiere asumir la titánica misión de tratar con lo absoluto. Ricoeur, en su extensa obra Tiempo y narración, desarrolla el concepto de la triple mímesis por la cual la narración se convierte en la única forma de atrapar el tiempo. Tendríamos, en realidad, tres tiempos conectados o mejor dicho, el mismo tiempo presentado en tres momentos conformados por cada mímesis. Por un lado, la prefiguración de la obra (referida al autor), por el otro, la configuración de la obra (referida a la obra en sí) y por último la reconfiguración de la obra (referida al lector). En esta sincronización, Ricoeur encapsula la abstracción del tiempo, objetivándolo y divorciándolo del desacoplamiento que padecía en vida. A este respecto, el propio Thomas Mann es suficientemente elocuente en las Intenciones del autor que preceden a la narración: Dice así:
Esta historia se remonta a un tiempo muy lejano; por así decirlo, ya está completamente cubierta de una preciosa pátina, y, por lo tanto, es necesario contarla bajo la forma de un pasado remoto. […] Sin embargo, ocurre con ella lo mismo que ocurre hoy en día con los hombres, y por supuesto también con los narradores de historias: es mucho más antigua que la edad que tiene, es más, su edad no puede medirse por días, como tampoco el tiempo que pesa sobre ella puede medirse por las veces que la Tierra ha girado alrededor del Sol desde entonces. En una palabra, en realidad no debe su grado de antigüedad al tiempo. […] Así pues, el narrador no podrá terminar la historia de Hans Castorp en un abrir y cerrar de ojos. Los siete días de una semana no serán suficientes, y tampoco le bastarán siete meses.[2]
Huelga decir que La Montaña Mágica es una novela del tiempo [Zeit-Roman] tal y como su propio autor la había calificado, pero más complejo es precisar en qué sentido lo es. El prefacio ofrece suficientes advertencias como para que un lector cauto las ignore. Lo que, desde luego, no podemos decir es que no hayamos sido prevenidos. La preciosa pátina del tiempo ha cubierto esta historia, que había empezado a escribirse apenas dos años antes del estallido de la Gran Guerra, pero que no se terminó hasta una década después. Nadie diría que doce años se pueden presentar bajo la forma de un pasado remoto, menos aún dada la vivencia de una guerra, que siempre se siente demasiado cercana en el tiempo, pero esta historia, nos dice Thomas Mann, ya pertenece al pasado, no porque haya ocurrido ayer o la semana pasada, sino porque no se mueve bajo el signo del tiempo, como tampoco lo hacen los mitos. La historia es más bien el tiempo per se. En este sentido, La Montaña Mágica es una epopeya eterna y atemporal. Así pues, el narrador podrá presumir de haber terminado la historia, pero el tiempo de su recuerdo persiste en la memoria, como todo lo ocurrido en la Montaña tiene también su eco en la eternidad.
La trama es aparentemente sencilla. Un modesto joven, Hans Castorp, llega desde Hamburgo a su ciudad natal, Davos Platz a visitar a su primo Joachim, interno en el Sanatorio del Berghof aquejado de una enfermedad pulmonar. «Iba allí a hacer una visita de tres semanas».[3] El Sanatorio se alzaba en la Montaña de Davos Dorf, en el cantón de los Grisones, situado en los Alpes Suizos. Lo que caracteriza a La Montaña es que allí se vive una anulación del tiempo cronológico, pero ¿cuál es este hechizo y por qué es mágica La Montaña? En primer lugar, asistimos a una radical división entre el tiempo de arriba y el de abajo, reforzada por una división espacial. Los internos del Berghof están en las alturas, situados en un fuera-del-tiempo, apartados de la llanura, donde la sociedad sigue el curso del reloj y del calendario. Esta drástica separación se acentuará, a lo largo del relato, por las incursiones y salidas del sanatorio que experimentan algunos personajes, batiéndose juntos ambos tiempos y agitando las vidas de todos. En cuanto al modo de narrar, Thomas Mann es consciente de jugar con los tiempos narrativos en una continua metaficción que logra instituir técnicamente un tiempo en sí mismo. Esta forma de narrar dice algo del otro tiempo, no solo para revelar cuál es el tiempo de La Montaña o el tiempo del llano, sino cuál es el propio tiempo que exige la narración. Lo que sucede es que a Hans le diagnostican una enfermedad nada más llegar al sanatorio y se termina quedando siete años. Allí se enamorará de una rusa con andares de pantera, Clawdia Chauchat, y se verá envuelto en una trama por la cual el humanista italiano Settembrini, el jesuita judío Nafta y el dionisíaco Peeperkorn se disputarán la educación del joven, lo que le ha valido a la obra la calificación de Bildungsroman.
1.1. Metaficción como forma de discurso: el tiempo en la narración
La introducción de distensiones temporales premeditadas corresponde a la necesidad de hacer coincidir en la narración el tiempo de los relojes con una otra-temporalidad de la vida, lo que aquí vamos a llamar el tiempo de los termómetros. El «acento puesto en la relación entre el tiempo de narración y el tiempo narrado»[4] caracteriza a la técnica narrativa, confirmando con ello su calificativo de novela temporal. Aquí no se narra el tiempo, sino que el acto mismo de narrar supone una creación activa de tiempo pues «intentar narrar el tiempo es convertirlo en la materia narrativa misma: la vida».[5] Si el tiempo es cambio ¿cómo narrar la inacción? Decir que Thomas Mann se atiene sobre todo a una narración de tipo cronológico-lineal sería demasiado simple. En total, tenemos siete capítulos que abarcan el marco cronológico de siete años. Sin embargo, el tiempo de la historia narrada no permanece constante, aunque tampoco sea caótico. Digamos que mantiene en un pulso vital que emergerá cuando la vida de los personajes se vea de alguna manera agitada. Para ello explicitaremos algunos momentos clave o de ruptura ateniéndonos, en este epígrafe, a una perspectiva meramente formalista. En primer lugar, la llegada de Hans Castorp al sanatorio de tuberculosos constituye el primer momento de ruptura. La novela se abre con este quiebro en pleno inicio que le sirve al lector para situarse en el mundo de abajo, al que volveremos muy poco durante las más de mil páginas de la obra. Estamos apenas en el primer capítulo y la voz de un narrador omnisciente nos esboza el viaje de Hans, advirtiéndonos sobre la necesidad de una pronta aclimatación, de la que veremos que constituye el hechizo del tiempo, esto es, el olvido del tiempo de los relojes, pues de otro modo no se podría vivir en La Montaña.
Dos jornadas de viaje alejan al hombre –y con mucha más razón al joven cuyas débiles raíces no han profundizado aún en la existencia– de su universo cotidiano, de todo lo que consideraba sus deberes, intereses, preocupaciones y esperanzas. […] El espacio que, girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de procedencia, desarrolla fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras hora, el espacio crea transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero que, de alguna manera, superan a éstas. Al igual que el tiempo, el espacio trae consigo el olvido; aunque lo hace desprendiendo a la persona humana de sus contingencias para transportarla a un estado de libertad originaria. El tiempo, según dicen, es Lete, el olvido; pero también el aire de la distancia es un bebedizo semejante, y si bien su efecto es menos radical, cierto es que es mucho más rápido. [6]
Todavía en los primeros capítulos el tiempo de narración se adecúa al tiempo narrado porque Hans, a pesar de estar en La Montaña, vive todavía como un hombre de la planicie. En las sucesivas conversaciones se asombra por todo lo que allí tiene la oportunidad de ver. Apenas hayan transcurrido varias horas desde que Hans llegase al sanatorio y se hubiese reencontrado con su primo, se sorprende por el tiempo que todavía el doctor Behrens le obliga a quedarse:
–¿Seis meses? ¡Si ya llevas aquí casi seis meses! Nadie dispone de tanto tiempo…
–¡Oh, el tiempo! –exclamó Joachim, y movió la cabeza de arriba abajo varias veces, sin preocuparse de la sincera indignación de su primo–. No puedes ni imaginar cómo abusan aquí del tiempo de los hombres. Tres meses son para ellos como un día. Ya lo verás. Ya te darás cuenta. –Y añadió–: Aquí le cambia a uno el concepto de las cosas.[7]
A continuación, Joachim le exhorta a experimentar una cura de reposo y finalmente, a pesar de las primeras reticencias alegadas por Hans Castorp, acaba comprándose un termómetro y termina reconociendo que en los últimos años había tenido algunas palpitaciones preocupantes. Con este sencillo pero nada inocente reconocimiento comienza su aclimatación, para el que tan solo ha necesitado tres días, y para el que se han empleado aproximadamente ciento cinco páginas. En la página ciento ochenta y ocho Hans cumple una semana de estadía con la gente de las alturas. Lo característico, llegado a este punto, es que Thomas Mann rompe, por primera vez, la exposición lineal de los hechos en el capítulo llamado «En casa de los Tiennapel y sobre el estado moral de Hans Castorp». Este apartado merece especial atención porque le sirve como punto de inflexión en la narración de la vida de La Montaña para acercarnos a la vida del protagonista y su pasado. Este flashback lo utiliza para adelantar alguno de los meses que pasará allí, no presentándose como una reflexión atemporal producto del pensamiento de algún personaje, sino del propio narrador ominisciente que nos señala que, cuando este recuerdo ocurre, ya han pasado cinco meses y Hans sigue interno en el sanatorio. Al retomar la narración de la vida en las alturas se señala que Hans todavía no ha pasado de su tercer día en el Berghof.
La lucidez crítica de Mann se opone por igual al monismo como al sincretismo. Lo real parcelado debe mostrarse necesariamente como tal parcelación; lo subjetivo y objetivo, como instancias objetivo-subjetivas de lo real. Pero este mostrar no es un modo subrepticio del prescindir.[8]
[1] Holderlin. Hiperión. La muerte de Empédocles. Fondo Editorial de Humanidades y Educación, Caracas , 1998, p. 25
[2] Mann, Thomas. La Montaña Mágica. pp 7-.8.
[3] Mann, Thomas. La Montaña Mágica, p. 9.
[4] Ricoeur, Paul. (1995). Tiempo y narración, Vol II. Configuración del tiempo en el relato de ficción. México etc: Siglo Veintiuno. p. 555
[5] Ahumada, Ricardo. «El problema del tiempo en La Montaña Mágica». En VV.AA. Thomas Mann, 1875-1975: homenaje en su centenario. Universidad Nacional de La Plata, Argentina, 1975, p. 109.
[6] Mann, Thomas. La Montaña Mágica. p. 10.
[7] Mann, Thomas. La Montaña Mágica, p. 15.
[8] Ahumada, Ricardo. «El problema del tiempo en La Montaña Mágica», p. 108.
Profesora en Colegio Internacional SEK Ciudalcampo