En Tiempos de Aletheia

La música de las esferas

¿A qué suena el silencio? En la Antigüedad se creía que, más allá del bullicio de la vida humana, más acá del murmullo de nuestros sentidos, y por sobre toda la sonoridad apreciable en la naturaleza sublunar, existía un rumor y una vibración superior que procedía del mismo Cosmos. La “música de las esferas” la llamaban los pitagóricos, un son imperceptible que se producía por la interacción y juego de los astros en el espacio infinito. Tal como las cuerdas de una lira determinan los tonos musicales de una sonata, así, las esferas y los cuerpos celestes, necesariamente tenían que producir una resonancia acústica, armónica y artística a nivel macro. No unas simples ondas gravitacionales o ecos del Big Bang que a duras penas pueden registrar nuestros más adelantados inventos tecnológicos. Sino todo un concierto en Re Mayor, interpretado por los planetas y las estrellas, que, en perfecta proporción aritmética según sus órbitas y cualidades numéricas, debía crear un fenomenal arpegio sideral. Que los hombres, por la desdicha de la costumbre, ya no percibían, al haberse convertido en un hilo de fondo: el cual, solo era captado en los momentos de íntimo silencio y meditación.

Como afirmara Platón en la República, cada planeta emitiría una nota particular que dependería de la velocidad y del tamaño de su órbita, la cual concordaría, a su vez, con los tonos de los demás planetas. Siendo afinado después por el Demiurgo, como se observa en el Timeo, en una sola armonía. Principio de la creación del Alma del Mundo con la división de la Sustancia Primordial en intervalos armónicos. Igualmente, hasta el fin de la Modernidad, no fueron pocos los pensadores que se ocuparon de esa supuesta “armonía celestial”. Destacando entre todos ellos, por su precisión, Johannes Kepler (1571-1630), quien, en su obra Harmonices Mundi (1619), estableció que cada planeta debería emitir un sonido cuya altura dependería de su velocidad, dentro de un intervalo de orquesta bien definido y propio para cada orbe. O lo que es lo mismo, siendo más agudo cuando su movimiento fuese más rápido, y más grave cuando fuese más lento. Resumiendo, en tiempos pretéritos, y más melódicos, se pensaba que el Cosmos era, como su propio nombre indica, orden: orden, proporción y belleza. Y que, depurando las puertas de nuestra percepción, sobrepasando los umbrales de nuestros sentidos, o despejando de interferencias nuestra atención, era posible palpar e intuir el pulso sinfónico de la voluntad del universo.

The Sounds of Silence lo llamaba una mítica canción. Una bella metáfora para explicar algo en extremo inasible. Algo que, de forma perversa, sigue ocurriendo en nuestro tiempo. Nos hemos acostumbrado también al sonido en derredor, al runrún de fondo, a una ingente cantidad de estímulos que, inapreciablemente, constituyen nuestro fondo vital sin que nos demos cuenta. Y no nos referimos exclusivamente a los ruidos de las grandes ciudades, o a esa música estridente que, hoy en día, parece llenar cada lugar, cada bar, cada establecimiento o lugar de reunión. No precisamente una música que evolucione hacia la búsqueda de la armonía, ni por casualidad, pues, cada vez más se encamina hacia la percusión, la onomatopeya y la disarmonía. Así mismo, estamos pensando en las imágenes, las luces estereoscópicas, los carteles, las brillantes pantallas, los estímulos de todo tipo y, sobre todo, todo en conjunto: como para producir una sobreestimulación y un abotargamiento de la sensibilidad. Un sonido de base, un hilo musical de fondo tan estridente, que debería ser incompatible con el silencio y la tranquilidad, pero que, paradójicamente, se nos ha hecho familiar como la primitiva música de las esferas.

Hay una diferencia, eso sí, entre ambos decorados, entre ambas bandas sonoras obviadas. Nuestro telón, nuestro particular sonido, ya no es la vibración del universo o el coro de los ángeles… Es el ruido. Y no cualquier ruido. Es el soniquete, los crujidos, ronquidos y chirridos de mil y un relojes sin parar, los gritos, el alboroto, el estruendo o los estallidos de millares de estímulos inconexos, las interferencias de un sinfín de impulsos irreconciliables que casi no permiten pensar. Y, hasta tal punto que, en ausencia de ellos casi nos sentimos faltos y extraños. Huérfanos de la barahúnda humana, de los trastes musicales, de las ondas hertzianas, de luces estroboscópicas y de la bulla mental. Dependientes de la excitación y de los incentivos de un ruidismo atronador y narcotizante. Por completo adaptados a una vida profundamente enferma y estridente.

Nada más alejado del ideal de la harmónica mundi que este ensordecedor compás de la vida moderna (o posmoderna). Tanto es así que parece preparada a la medida, bien por un demiurgo envilecedor bien por un acto de inconsciente auto-aturdimiento, para enajenar y alienar al sujeto de su propia atención consciente. Ruido, ruido y más ruido. Para acallar y aplacar el silencio. Quién sabe si para aislar al hombre de cualquier posible conexión con el prístino acorde universal. Quién sabe si para matar cualquier posibilidad de paz, de tranquilidad y de agradable discernimiento, como si nos mereciéramos estar siempre con tensión, estrés y los nervios a flor de piel. Y es que, quizá no haya una conspiración de la música, pero seguro sí hay una promoción del ruido, de las interferencias y la desorientación por sobre cualquier canon de agradable eufonía y atención al momento presente.

¿A qué suena el silencio? Hoy día, a ruido. En términos platónicos, quizá hoy más que nunca, “salir de la caverna” sea como salir de una discoteca en la que las luces, los sonidos y las vibraciones nos sacuden los sentidos y nos impiden siquiera pensar con claridad. “La sociedad del espectáculo” que decía Debord, llena de luces de neón, de instantáneas y de colores, hogaño ha devenido en una cultura del abotargado, de la multiplicidad de estímulos y del sordo zumbido caótico. Resumiendo, en la actualidad, el Cosmos no es, como su propio nombre indica, orden, proporción y belleza, sino Caos. Estamos en la época del ruido.

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