La vida contada por un sapiens a un neandertal, es el título del último libro que he leído de Millás y Arsuaga, y que creo merece estas líneas por lo que de él he podido aprender mientras pasaba, además, un rato divertido.
Juan José Millás es un conocido escritor español que estudió algunos años de Filosofía, a pesar de que descubrió que no era exactamente lo que le gustaba y abandonó sin acabar la licenciatura; es conocido fundamentalmente por sus artículos de El País y por la invención del “articuento”, una mezcla de artículo y cuento, en el que parte de situaciones o elementos posibles y cotidianos de la realidad e introduce elementos fantásticos, lo irreal, creando así un relato sorprendente, pero que siempre tiene una intención crítica y un compromiso social manifiestos. Cabe mencionar también el reconocimiento del autor por sus numerosas novelas. Juan Luis Arsuaga, catedrático de Paleontología, y también escritor, pero de divulgación científica, es una figura que destaca sobre todo en el mundo de las Ciencias Naturales, está a cargo de las excavaciones de Atapuerca y dirige el Museo de la Evolución Humana de Burgos.
En coautoría, pero sin cometer ningún delito, sino más bien al contrario, como un regalo para los lectores, han conseguido crear una novela que no es tal cosa tampoco, ya que digamos que es un género nuevo al que falta nombrar, o nomenclaturar si se me permite el término. No podemos dejar de elogiar la capacidad creativa de Millás, la destreza con la que da a luz nuevas formas literarias a partir de la combinación de elementos ya conocidos. Este libro no es una novela como tal, ni un mero diálogo, los coautores mismos reconocen en la presentación del libro que es difícil de catalogar o etiquetar dentro de un género; podemos definirlo como un relato reconstruido a partir de las notas que va tomando el escritor en sus encuentros encuentros con Arsuaga, encuentros como los que podrían tener lugar entre dos amigos, pero que, en este caso, están cargados de contenido que trasciende la cotidianeidad, y que se expone con la maestría y la sencillez explicativa del paleontólogo, el cual viene a ser el sapiens al que hace referencia el título del libro.
Pues bien, con esta lectura tan ligera como amena, el lector es capaz de aprender una variedad de cuestiones no tan sencillas en principio, como las referentes tanto al funcionamiento de la especie humana como al de otras especies, permite profundizar en asuntos puramente biológicos como la Teoría de la evolución o la Selección natural, y cómo ha influido nuestra especie sobre otras mediante la selección artificial, ya sea esta selección de modo consciente o inconsciente. Todo ello a través de anécdotas que tienen lugar generalmente en escenarios comunes, como un restaurante, un colegio o un parque; porque es verdad que, y eso queda evidenciado, no es necesario ir a las excavaciones para aprender de biología, fisionomía, ingeniería biológica o genética, es suficiente con pararse a observar el mundo con una mirada diferente. Einstein decía algo así como que lo importante no es mirar donde nadie mira, sino mirar donde todo el mundo mira, pero ver lo que nadie ve, pues en este sentido, Arsuaga reconoce y nos da una lección sobre cómo debemos mirar el mundo si queremos aprender cosas sobre él. Lo primero que dice que hay que tener es curiosidad para poder aprender, con lo que estoy francamente de acuerdo. Pero lo segundo que se necesita es la emoción, añado yo, porque, si eso que intento aprender no me emociona, es difícil que lo aprenda de manera significativa, es decir, con un sentido para mí; dicho de otro modo, lo importante es haber sentido la pregunta, no tener las respuestas.
Para concluir, explicaré únicamente una anécdota del libro, por no deshacer el encanto de leerlo. Hay un momento en que los dos protagonistas van a un restaurante japonés de la Gran Vía, en él, Arsuaga le explica cómo la domesticación, la mansedumbre, la sociabilidad y el infantilismo son todas caras de una misma moneda. No se refiere con la explicación solo a la domesticación animal, sino también al ser humano, porque no hay que olvidar que el hombre es un animal más, y en este sentido, los procesos de selección natural han influido en él del mismo modo. Pudiendo inferir de este asunto de la domesticación que al que se aleja del grupo, destaca, no es útil, se revela o muestra señales de no estar domesticado es apartado, sacrificado, encerrado o lo que corresponda según su especie. Y, ¿de qué modo se consigue la domesticación de los animales? Con el control de la reproducción, y ¿qué tienen en común los animales domesticados? Que nunca llegan a la madurez mental, que siempre están jugando, que son mansos. El ser humano es siempre un niño, si fuera un adulto sería un neandertal dice Arsuaga, de hecho, nuestro cerebro se ha ido reduciendo en un proceso evolutivo como lo ha hecho el del resto de animales domesticados respecto al de sus parientes que no han sufrido tal domesticación. Y, después de explicar este hecho, hace mención a las Sagradas Escrituras y dice que los “mansos encontrarán el reino de los cielos”, entonces le pregunta a Millás: “¿Es que acaso no estamos ya en el Reino de los Cielos?” (p.129), a lo cual este responde que es posible que así sea si se valora la cuestión con franqueza. Pero, bajo mi punto de vista, lo más interesante del capítulo para una posible reflexión de índole filosófica sobre esta cuestión es lo siguiente: Hay un momento en que Millás le pregunta por el responsable de esta domesticación nuestra, y Arsuaga responde que somos nosotros mismos los responsables, que nos hemos autodomesticado hasta llegar a ser lo que somos ahora, pero que es peligroso e incierto el futuro de nuestra especie dado que es fácil que alguien pueda aprovecharse de tal docilidad. A lo que yo me pregunto qué pasaría si abandonamos el infantilismo permanente que nos atrapa y lucháramos por llegar a una etapa de madurez mental, qué pasa si envejecemos, si tomamos conciencia de nosotros mismos, como el león adulto o el gorila al que se refiere Konrad Lorenz, aunque ello nos suponga la privación del Edén o del eterno Paraíso, ¿sería acaso nuestra autodestrucción como especie o un salto evolutivo?, quizá esta sea la figura del león del que hablaba Nietzsche, que ha dejado de ser camello y busca volver a ser niño, y no estemos hablando de un proceso lineal sino cíclico, del eterno retorno.
Profesora de Filosofía y Psicología