En Tiempos de Aletheia

Ministerios de la Verdad

Con toda seguridad, cualquier persona aficionada a la filosofía, o mínimamente versada en las lides de la cultura, recordará bien la frase atribuida a Voltaire que dice, “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a decirlo”. Una máxima inmortal como pocas que, si bien ejemplifica a la perfección el ideario voltairiano e ilustrado, y que tan necesaria se hace hogaño (con las nuevas formas de control informativo que se están desarrollando en toda la palestra divulgativa y periodística), en realidad no fue dicha jamás por el autor francés. Siendo, en el lenguaje más actual, un fake.

Según cuenta la tradición, y se ha hecho viral durante generaciones, este apotegma moral habría sido la forma en la que Voltaire habría querido defender a Claude-Adrien Helvétius o Helvecio (de apellido real Schweitzer, es decir, ‘suizo’, traducido del latín, “helvecio”). A la postre, uno de sus archienemigos dialécticos, al ser perseguido por la opinión pública y la iglesia, merced a su condición de ateo, materialista y masón. “¡Qué abominable injusticia perseguir a un hombre por tan ligera bagatela! Desapruebo lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo”, habrían sido las palabras exactas para tan loable alegato de la libertad y de un rival. No obstante, y por mucho que esta apología del libre arbitrio se ajuste al Ideario de la Luces, dicha proposición no se halla en ninguna de sus obras. No es si no en la obra The Friends of Voltaire, de la autora británica del siglo XX, G. Tallentyre (nombre literario Evelyn Beatrice Hall), donde se encuentra. En dicho libro, Voltaire defiende a Helvetius, cuyo tratado De l’Esprit habría sido condenado en Francia por heterodoxo. Igual que habrían condenado por difusor de bulos hoy en día a todo aquel que compartiera esa frase, si llegara a darse el caso de que las nuevas agencias calificadoras de verdad en las redes y medios conocieran dicha anécdota.

Y es que, de un tiempo a esta parte, se ha hecho tanto hincapié en salvaguardar la veracidad de los contenidos que se ha perdido, no solo la objetividad (o, siquiera, la noción de lo difícil que es saber a ciencia cierta qué lo es y no), sino, inclusive, la neutralidad ideológica, el sano debate entre ideas, y hasta la novelada creatividad de las intertextualidades. Como sabe cualquiera que trate de opinar o divulgar ideas en el ciber-espacio, con las nuevas medidas que se están implementando, a cada paso, se corre el peligro de ser desacreditado o censurado. Donde ya no son las mismas plataformas, sino empresas privadas (en muchos casos ligadas a medios muy politizados), las que deciden sobre la legitimidad de contenidos que se borran o bloquean sin posibilidad real de explicación o recurso. A tal modo, que se corre el riesgo de caer en una siniestra espiral de desinformación por exceso de celo en la información. Lo que a la postre es poco menos que acercarse sigilosa y peligrosamente hacia una suerte de Ministerio de la Verdad orwelliana: donde la verdad acaba sirviendo a los intereses del Status Quo, y generando toda una suerte de saber-poder foucaultiano.

Sería difícil imaginar a un filósofo que abogara por un libertinaje total de los contenidos que se muestran o difunden en cualesquiera plataformas de comunicación. Del mismo modo, sería ingenuo esperar que en el futuro se pudiera disponer de la libertad casi plena que habían proporcionado los emergentes medios de internet: los cuales, sea dicho de paso, habían sido un campo tan abonado para la divulgación y la libertad, como para todo tipo de disparates informativos o conspiranoias. Como decía aquel, “lo mejor de las redes es que dan libertad de hablar a todo el mundo, y lo peor de las redes es que dan libertad de hablar a todo el mundo”. Si bien, no sabemos si por la repentina pandemia y subsiguiente cuarentena, los acontecimientos se han desplegado con tanta premura que apenas estamos teniendo tiempo para analizar los pros y contras de las medidas que se están imponiendo. Las cuales, más que favorecer, o ser producto de, una ética on-line adecuada, razonada, consensuada y con resortes propios de autorregulación, se están dirigiendo peligrosamente a su reverso tenebroso. Constituyendo focos muy peligrosos de vigilancia, dominio y dirección del pensamiento crítico. Auténticos ministerios o centros donde se acumulara el mayor de poder de todos: el saber.

“Saber es poder”, decía Francis Bacon. Y en este sentido, la precedente curiosidad volteriana que, en general, pudiera parecer baladí, aquí y ahora, en los complejos y concretos momentos en que nos movemos, más bien parece un arquetipo paradigmático de lo que se nos viene encima. No ya un proceso de mejoramiento popperiano de los contenidos, tal como el que ejerce Wikipedia, donde son los nuevos contenidos y posteriores exámenes los que validan o perfeccionan los datos parciales, errados, mal interpretados o, incluso, tergiversados. Más bien, un ejercicio de censura y limitación radical sobre cualesquiera informaciones que una serie de organizaciones decidan a su libre designación sin recurso, amparo o contravigilancia: pues, ¿quién vigila a estos vigilantes?

Inclusive contando con su máxima y total buena intención (algo que ya de por sí es una postulatio bien ingenua), quién sabe qué es la verdad (Quid is veritas, que diría Pilatos a Jesucristo). Sabe acaso alguien qué es la verdad, sabe acaso alguien dónde empieza la opinión y dónde la verdad científica, puede acaso alguien luchar contra la desinformación creativa de la misma trasmisión de comunicaciones como ocurrió con esa maravillosa frase con la que empezábamos el artículo, que tal vez no fue dicha por el magistral pensador enciclopedista, pero que resume mejor que cualquier otra su verdadera intención y sentido. Y que, con toda seguridad, Voltaire hubiera estado encantado de suscribir.

No será un verdadero filósofo ni un científico que sepa acotar bien su disciplina de trabajo, ni mucho menos un periodista o un poeta, quien pueda apostar por un uso tan vulgar y tan unidimensional del conocimiento como el que se promueve últimamente por los noticiarios o el universo virtual. Más bien, todo lo contrario. Parece un movimiento burocrático, político y legalista de la información y el conocimiento, que nada tiene que ver con los verdaderos actores del saber, y sí mucho con instituciones y grupos interesados en la baja y doctrinaria transmisión de la información. Algo que sería tan inútil y contraproducente como lo sería simplificar la realidad dejando fuera del campo de estudio todo lo que no fuera matemática y apodícticamente demostrable (al modo francfurtiano).

No se pueden poner puertas al campo, ni límites a la creatividad humana, ni trabas a la libertad de expresión u opinión. Y, por tanto, desde la filosofía y el resto de disciplinas comprometidas con el conocimiento, se debería velar por una mejora en la calidad de los contenidos y las noticias, pero no menos contra cualquier intento de llevar esto a cabo desde el reduccionismo ideológico, la limitación política o la censura privada.

Como sí dijo Voltaire sobre Helvetius, en el libro Cuestiones sobre la Enciclopedia (1771), pasaje en el que debió inspirarse Tallentyre/Hall para su remake-fake: “Este hombre (Helvecio) valía más que todos sus enemigos juntos, pero no aprobé nunca ni los errores de su libro ni las triviales verdades que vierte con énfasis. Y, aún así, tomé parte decidida por él cuando hombres absurdos lo condenaron por esas mismas verdades o por sus errores”.

 

Guillermo Gallardo

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