Ecuador, Chile, Bolivia, Hong Kong y Catalunya se suman hoy a las imágenes de “caos” provenientes de Siria, Libia, Irak o Afganistán, un paisaje global muy distinto al que soñaban los oráculos del fin de la historia, un mundo que parece tomarnos por sorpresa a falta de herramientas interpretativas para interpelarlo. Y es que tras décadas de consenso neoliberal el conflicto social ha sido domesticado.
Se trata de un mundo que ha naturalizado la desigualdad, la precariedad y la pobreza, acostumbrándose a convivir con ella: ciudades amuralladas en las que el pensamiento expulsa el conflicto, no lo comprende, se niega a entenderlo. El conflicto social es asumido por la opinión pública y por el aparato industrial universitario como una anomalía del sistema; orden discursivo en el que los protagonistas son retratados como inadaptados delincuentes a los que debe aplicarse todo el peso de la ley. Esta forma de tematizar el conflicto no es nueva, por el contrario, es constitutiva de la filosofía política moderna e inherente al liberalismo-centrista.
El liberalismo-centrista es esa ideología surgida de la interpelación al orden que significó la Revolución Francesa. Tiene en común con el pensamiento conservador y con el socialismo su preocupación por el cambio social. Si para los conservadores el cambio debe evitarse a toda costa y para los socialistas debe buscarse radicalmente, para el liberalismo-centrista es inevitable, pero debe embridarse, debe poder controlarse, admisnistrarse, gestionarse.
La vía liberal para administrar el conflicto consiste en expulsarlo de la política, transformándolo en algo propio del campo jurídico y de forma correspondiente volviendo la política una cuestión de gestión técnica, pura razón instrumental. La instrumentalización de la política produce los límites de lo decible, impone los temas de una conversación cuyo fundamento no se pone en cuestión.
El exilio que sufre el conflicto social se articula con la centralidad que adquiere el mercado como el sujeto político, reduciendo a los científicos sociales al papel de analistas de un ser cuyas angustias, depresiones, éxtasis y demás emociones deben prevenirse por el bien del conjunto de la población. En tal sentido, el conflicto social no debe su existencia en la reproducción histórico-estructural de la colonialidad económica, sino todo lo contrario, es una amenaza para el buen desempeño y desarrollo de este sujeto político. El mercado requiere “tranquilidad” y el conflicto lo desestabiliza.
Nos encontramos así ante un consenso que se ejerce desde la “normalidad” y en el que no se niega la existencia de conflicto, no se oculta, no se evita hablar de él. La cuestión radica en enmarcar los límites aceptables de cómo tratarlo, qué se debe decir y qué no, cómo debe decirse y cuándo; se trata de su domesticación a través del uso de una palabra mucho más sugerente: Violencia. Cuando se habla de violencia el conflicto no solo queda enmarcado como anomalía, sino como algo que debe ser reprobado moralmente; se exige, antes de cualquier interlocución posible, que esta sea condenada, condicionando así los términos de la discusión, porque al tratar el conflicto como violencia su “solución” es irreductible, no hay “solución” posible como disolución del conflicto, sino como expulsión de la política. Para esto es fundamental avanzar en la confusión entre legalidad y justicia, al imperio de la política se le impone el imperio de la ley, acreditando la legitimidad de este movimiento en la pretendida neutralidad de la justicia.
En este punto vale hacer una pausa, la justicia por definición no puede ser neutral, lo legal es la domesticación judicial del conflicto, mientras la justicia consiste en el tratamiento político de la desigualdad estructural que produce el conflicto. Los jueces administran la ley, que si es justa ha sido porque, en su origen, el legislador, interviene políticamente para producir dispositivos que enfrenten las causas de los conflictos, es decir, la desigualdad histórico-estructural.
Nuestra presente tragedia cognitiva es que hemos sido formalizados en un marco que invierte la relación entre la ley y la justicia; vemos con total naturalidad cómo se reprime con brutalidad a quienes luchan por sostener una línea de derechos que cada día se recorta más. En la sociedad de la inmediatez, se nos ha desecho la memoria y asumimos que nuestros derechos son meros dispositivos técnicos y no el resultado de luchas políticas, de la intensificación del conflicto y de la disputa con aquellos que se sientan en los sillones donde se toman las grandes decisiones.
En un mundo en caos nos hemos creído que el conflicto es la excepción, y cuando este se muestra como la regla, nos cuesta comprender de que va todo esto…
Antropólogo social y cultural