En Tiempos de Aletheia

El Satyricon de Federico Fellini.Cuando la sensibilidad es la recreación más exacta

Ya hemos dicho en otro artículo que en los albores del lenguaje cinematográfico se tomó como fuente de inspiración los clásicos de la literatura universal. Algo clásico, según lo define la RAE, es algo que es “modelo o digno de imitación”. Por extensión, en Occidente, se entiende como tal la Antigüedad grecorromana, no Grecia y Roma por separado, sino, particularmente, la lectura de Grecia que hizo la cultura romana, integrándola, y que ha configurado, junto con el Cristianismo (y su particular interpretación y conservación de la anterior, sus ortodoxias y heterodoxias, sus olvidos…), las bases de lo que somos y de lo que hablamos. Aunque sea negándolo, o convirtiéndolo en una serie de fragmentos que luego unimos aleatoriamente bajo una nueva figura. Aunque ya no queramos bucear en los estratos de nosotros mismos, estos nos rodean allí donde la mirada, en un destello, se encuentra consigo misma, allí donde nuestro idioma desnuda nuestra historia.

El cine, desde sus inicios hasta nuestros días ha “re-creado”, “re-presentado” determinadas épocas históricas, con mayor o menor fortuna. La obsesión por el realismo, por el detalle, por la ambientación ha llevado por un lado a realizar películas como La Pasión de Cristo, dirigida por Mel Gibson y rodada en escenarios históricos, originalmente en latín, hebreo y arameo (lo cual filológicamente es harto discutible, por no decir improbable) para otorgarle esa “verosimilitud” a ultranza que el público parace exigir hoy en todo tipo de producciones, no solo en las de corte histórico (piénsese en el cine bélico o en las películas de acción más o menos extremas).

Ahora parece como si una película tuviese que ser una “reproducción milimétrica” de la realidad, o incluso “más exacta que la realidad” o “más real que lo real” si cabe. Lo cual ha llevado a los contenidos audiovisuales a ser los auténticos “clásicos” de nuestros días, modelo y digno de imitación, ¿cuantas películas de los últimos treinta años son una variante de determinadas obras que fundaron una nueva forma de narratividad cinematográfica? Pienso en el primer Scorsese, en Coppola, en Cassavetes, en Abel Ferrara y su Teniente corrupto, y su antihéroe, la mejor interpretacion de Harvey Keitel. Esto en ambientaciones contemporáneas es fácilmente comprobable. Sin embargo, en una ambientación histórica y, más exactamente, en una que aborde el período grecolatino, esto es más discutible.

Hay grandes producciones de Hollywood, en su caso, Gladiator de Ridley Scott, que estuvieron magníficamente asesoradas por expertos historiadores y filólogos. Sin embargo, los elementos que estos aportan siempre son modificados, seleccionados y transformados de acuerdo a las necesidades del guión. Por ejemplo, la batalla que abre la película reproduce fielmente, según fuentes documentales y arqueológicas, la estrategia y disposición del ejército romano de aquella época pero el papel que dibuja de Cómodo se distancia bastante de lo que esas mismas fuentes atestiguan. Pues ese aditamento de “autenticidad” tan buscado, a fuerza de ser tan buscado y exigido, es por ello mismo tan profundamente errado. Digámoslo a las claras: Hay más Grecia en el el Orfeo de Cocteau (con toda su “pobreza” de medios) que en cualquier superproducción histórica como, por ejemplo, y no siendo de las peores, Alejandro Magno. En el caso de Cocteau, hay una voz que resuena detrás de las imágenes, que las pronuncia, es la voz de la propia poesía, la voz que hablaba en Grecia.

Ciertamente Visconti era capaz de ambientar a la perfección una época y un ambiente determinado porque personalmente fue partícipe de ella, hasta el más mínimo detalle era exactamente como fue (el doblez de las sábanas de hilo en el Gatopardo). Pero hacer una película sobre un pasado lejano y, en este caso, sobre el cual edificamos las columnas de nuestra propia identidad (aunque las columnas ya solo sean un puñado de ruinas por el Mediterráneo) es hacerlo desde esta misma identidad, desde el hoy. Por tanto la fidelidad en la ambientación, en los detalles, en las texturas sedosas de una fotografía (pienso en las producciones históricas de corte británico), incluso en los escenarios históricos no hacen la presencia de ese mundo “más real” o “real a secas” en el sentido de que “es tal y como fue”. Es, en todo caso, tal y como es en nosotros, cuál es su cadencia, cuál su tonalidad, la melodía que tañe en nuestro interior. Y desde allí se despliega. Desde allí ajusta la profundidad de campo de la mirada, la enfoca, discrimina.

Como decía Havelock de Platón, si se le pregunta estúpidamente responde de igual forma, a medida que las preguntas son más certeras, más exactas, Platón responde siempre en función de ellas. ¿Qué es lo real en cine? ¿Lo filmado, es decir los actores representando unos papeles según un guion en un estudio o al exterior? ¿Su montaje, el producto final? ¿O la película misma? ¿No será ella la que más que ser un calco o una re-presentación de una realidad o un tiempo es ese tiempo y esa realidad misma aquí y ahora, en nosotros y, por tanto, puede utilizar cualquier camino, cualquier símbolo, barroquismo o supresión de elementos (como hace Raymond Carver en literartura, donde lo que cuenta es lo que no está), cualquier retórica para expresarse, para proporcionar ese destello, esa mirada que se encuentra consigo?

Y es que ciertamente, en un sentido ambiguo, parece un valor positivo la frialdad, la asepsis, la supuesta objetividad en la recreación de un período que más que mostrar a tal período muestra con más exactitud el hoy, dónde y desde dónde se realiza. O se busca la asepsis de un quirófano o la hipertrofia de nuestra propia visión de nosotros mismos con sus características estéticas, ¿éticas?, en donde la violencia (su exaltación, los recursos técnicos de su filmación, cada vez más realistas) y nuestra propia autocompresión como cultura son el verdadero director de todos y cada uno de los filmes que abordan, eso sí, desde lugares y con materiales muy dispares, la antigüedad grecolatina, la cual, fecunda no solo en argucias y en mitos, es la génesis velada, transformada, a su modo, pervertida (tradutore/traditore), incluso, si se quiere, a nivel arquetípico (veáse Edipo, pero cuidado, no en la versión, excelente, de Pier Paolo Passolini) de lo que sea, si aún es, Occidente y si tiene algo que ver con nosotros, o nosotros con él.

La tesis, en sentido fuerte, del siguiente artículo es que una obra fílmica no necesita representar la realidad, o una realidad determinada, para hacerla presente, que una visión “extremadamente” subjetiva, personal, lírica, surrealista o lo que se quiera puede dar cuenta de la cosa con más fidelidad, con más rigor, que un discurso narrativo creado según los estandarts de la industria (a los que medios no le faltan) que ya parecen intercambiables con los de la realidad, o que,incluso, fundan esta.

Que podemos ver en Titus de Julie Taymor –película que, sin embargo, cuenta con un budget considerable, la protagoniza Anthony Hopkins– la adaptación de la obra Tito Andrónico de Shakespeare desde unos parámetros posmodernos declarados y explícitos que, en una suerte de ejercicio de triple lectura, la de la Roma tardía en decadencia por Shakespeare, la nuestra de ambas, y la del director de las otras dos, nos llega, desde toda su distorsión, la misma distorsión cruda de aquellos tiempos, todos enlazados: el de la Inglaterra isabelina, el de su lectura de Roma como modelo clásico y el nuestro propio.

“Cuando la sensibilidad es la recreación más exacta…” Con esto pienso en la película el Satyricon de Fellini, adaptación de la novela homónima del malogrado Petronio, y cuyo texto nos ha llegado fragmentariamente (con un notable intento de falsificación de las partes perdidas por un latinista militar del XVIII). La sensibilidad, el imaginario de Fellini, hace una aproximación rigurosa, excelentemente documentada a todos los niveles (desde el lingüístico, el arquitectónico, la simbología y el ritualismo religioso, la historia…), a la vez que está investida de todo un inventario onírico simbolista propio, y, por ende, el de una época, quizás la última, donde se podían hacer ese tipo de películas con los recursos de un gran productor. Siempre es el “ayer en el hoy”, pero no es el hoy quien desnuda el ayer sino el ayer quien nos muestra una radiografía del hoy.

La escena del suicidio del pater familias, ante la caída en desgracia con el nuevo emperador, después de liberar a todos sus esclavos y encomendarles la vida de sus hijos, mientras Lucía Bosé recita los versos de Adriano: “Animula, vagula, blandula / Hospes comesque corporis /Quae nunc abibis in loca /Pallidula, rigida, nudula, /Nec, ut soles, dabis iocos…” (“Mínima alma mía, tierna y flotante / huésped y compañera de mi cuerpo / descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, / donde habrás de renunciar a los juegos de antaño.” Traducción atribuida a Cortázar), se recita ante un pavo real, símbolo sagrado asociado a Deméter en Roma (y representación de la resurrección en el incipiente cristianismo) es uno de los espejos que nos devuelven nuestro propio rostro, individual y colectivo.

 

 

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