“Escrito en el agua” es un poema de Luis Cernuda que pertenece a su libro Ocnos, sin embargo, en las tres ediciones que se hicieron de este libro en vida del autor, la primera costeada por él mismo, el propio Cernuda excluyó este texto, el cual, finalmente aparecería, señalando dicho particular, en la edición de las Prosas completas (1975) que estuvo al cuidado de Jaime Gil de Biedma (1977). De esta última se hicieron dos ediciones no venales que, si bien incluyeron los poemas eliminados por la censura, respetaron el deseo del autor de no incluir “Escrito en el agua”. Seguimos y remitimos a este respecto al artículo de Benigno León Felipe (Universidad de la Laguna) “Luis Cernuda y la poesía en prosa” disponible en dialnet.es.
Citando un verso del propio Cernuda, pudiera parecer que “Escrito en el agua” es un “naipe aparte cuya baraja se ha perdido”, y si bien, certeramente, a nuestro juicio, ha habido quienes (Jenaro Talens, Jose Ángel Valente, por citar a otros poetas,) han sabido no solo reivindicar el conjunto de la obra en prosa de Cernuda sino también leer entre líneas, (Talens, en particular) que aquí se encontraba un “naipe aparte”; la confesión, a tumba abierta, de la derrota del propio poeta, que es la de todos, ante la razón de esta existencia solo posible como finita y cuya finitud, por otro lado, la vuelve absurda.
En este sentido, “Escrito en el agua” es un “naipe aparte”. Sí, es un poema en prosa, y pueden en él rastrearse los ecos de Lautreamont, de Baudelaire y un largo etcétera, pero bebe, de igual forma, de otros géneros, o mejor dicho, de la fuente que los alimentó. No es difícil apreciar el tono agustiniano de las Confesiones, ni tampoco a Marco Aurelio o a Montaigne, y, si me apuran, hasta a Cioran, avant la lettre. Es un texto, pues, que trasciende su propia condición, es un poema que deja de ser poema, o una confesión que se torna elegía. “Escrito en el agua” es un texto que se sitúa por fuera de la propia obra de su autor, la rodea, sí, también la resume, pero, a la vez, la sobrepasa.
Así como en el Clasicismo, el poeta, al cantar su dolor, el propio canto, el hecho de cantarlo lo aplacaba, o, mejor dicho, le daba un “sentido”, también, no menos clásico (pienso en Catulo) es el canto del absurdo a tumba abierta, sin sentido o curación alguna (Soles occidere et redire possunt….). Cernuda hizo de “su voz, su valentía”, en su canto, que es el de una herida, o mejor dicho, el de una distancia, la afrontó y se afrontó uniendo las dos opciones mentadas, en apariencia antitéticas, sin huir hacia la memoria de un Parnaso o hacia el destino de un Edén (recuperado). Parnaso y Edén están en el ahora, y el ahora no es otra cosa que su resplandor, el cual conlleva, al mismo tiempo, y por definición, su pérdida irrevocable. Por eso mismo, cada experiencia es única, y su canto, no pretende endulzarla, sino vindicarla. El canto da sentido, sí, pero no salvífico, no es consuelo, es llaga, pero la llaga es huella, impronta, molde vacío de una ausencia que perfila sus contornos dotando de identidad nuestra existencia con la efigie de lo perdido. Un Cernuda muy cercano a Garcilaso, quien en la “Égloga I” declara que “no le podrán quitar el dolorido sentir/si primero no le quitan el sentido”. Realidad y deseo entretejidos, opuestos, sí, pero enlazados.
Nos figuramos a Cernuda viéndose desnudo en un texto que paradójicamente le arropa con su propia intimidad, haciendo de esta la de cada uno que se acerca a él para, después, una vez recorrido, leyendo las palabras finales, perplejo, reconocer que la experiencia del poeta no es sino la propia.
“Escrito en el agua” es un “naipe aparte” de una baraja perdida con la que se juega, con una sola carta descubierta, una partida, frente a frente, con el sin sentido de una existencia, transida de deseo y herida por la necesidad de una perfección, de una plenitud que no puede, o mejor dicho, ¿no quiere? o ¿no sabe? reconocer en ella misma, aunque a cada uno se la ofrende su corazón constantemente.
Si en otros poemas Cernuda le imprecará al Creador que “le deje a solas con sus cosas que no duran”, no será aquella una imprecación de resentimiento sino de aceptación y comprensión de la estructura ontológica de la realidad.
Si la muerte es el origen del nacimiento, pues nacer, ser recorrido por el tiempo solo es posible desde la condición de abandonarlo, es en lo efímero, en el instante que no vuelve (o que retorna eternamente) donde se halla la plenitud, el infinito, y no en una eternidad cuantitativa de segundos sumados, uno a uno, consecutiva e indefinidamente. Si para que cada cosa sea lo que es y como es, debe perecer, pues esa es, en términos filosóficos, su condición de posibilidad, la eternidad que busca el poeta, la que ansiamos todos, es cualitativa, es el ya, el aquí y el ahora en el que siempre estamos y por el que estamos, por el que somos como somos y lo que somos.
Decimos que “Escrito en el agua” es un texto aparte dentro de la obra de Luis Cernuda, él mismo lo sabía, lo prueba la historia de sus (no)ediciones, pero más lo prueba la lectura pausada del conjunto de su producción. No solo lo subraya la forma, el tono, la ausencia meditada de recursos, de figuras y tropos, incluso la dificultad en establecer referencias externas a otros autores (cosa que en muchos poemas de Cernuda él mismo alentaría disponiendo un código, a veces cifrado, que nos lleva a través de la literatura europea de los últimos siglos) sino la propia lógica interna del discurso, en apariencia simple.
La crítica ha señalado que Ocnos se distingue de la prosa poética de Los placeres prohibidos, de corte surrealista, por el giro de su mirada hacia la niñez del poeta, como si esta buscase allí aquel Edén nostálgico que el destierro refuta. Pudiera ser cierto en otros textos del libro, no lo discutimos, pero en este poema, si bien arranca con una referencia a la niñez del poeta, el destierro, el exilio no es de la patria, o el de un período de su biografía, de aquella primera inocencia, es un destierro constitutivo (“nuestro es el exilio/no el reino”, dirá Valente), es obligado por la propia experiencia de la vida y de sí mismo, sin posibilidad de retorno o construcción futura. La lógica interna, en apariencia simple, en un poeta que, a veces, transita por las figuras más barrocas (“momia de hastío sepulta en anónima yacija”) no es ni mucho menos simple, es de esa compleja sencillez de la que está hecha el misterio, la entraña, la médula de la existencia. Y se encadena implacable, por la escalera de los años, transitando la muerte y el dolor, la decadencia y la ruina (no ajenos a su propia biografía familiar), encontrando en el amor primero y en dios, después –pero, atención, no cronológicamente sino como diría Aristóteles “en el orden de los principios”, pues para Cernuda la experiencia de dios y la del amor, si bien diferentes, recorren toda su vida y obra indistintamente del período de las mismas– la eternidad, lo inmutable cuya búsqueda anima y alienta las palabras de este texto callando que lo único inmutable es dicha búsqueda, de la que el texto es testimonio como derrota, como imposibilidad, como fracaso.
Nos hemos referido anteriormente a las Confesiones de San Agustín, y ciertamente hay un tono confesional, como si una conciencia se volcase sobre el papel y quedase fija en ella, como si se hubiera cristalizado en su escritura. Es una meditación, muy cercana a Montaigne, pero, más allá de etiquetas o influencias, es la escritura del tiempo mismo en una vida, su percepción primera, su transcurso, la lectura que esta hace de su idioma, como aprende su alfabeto, su gramática, su sintaxis, su puntuación y sus silencios. Es la experiencia de avanzar a ciegas por el mundo hacia uno mismo, la experiencia de esta existencia ¿absurda? Puede, pero ¿no es acaso el lenguaje el espejo de ese absurdo, donde este se mira y se reconoce como tal? Y, si es así, ¿no es la escritura el testimonio –también absurdo– de esa mirada que, en las aguas sosegadas de su ser, halla un reflejo que no se corresponde con su rostro pues le devuelve lo que el absurdo mismo niega: la armonía secreta entre vida y muerte, deseo y realidad, recuerdo y olvido?¿No será el poema, este poema, ese lugar que, al dar testimonio del sin sentido, lo derrota?
Escrito en el agua – Luis Cernuda
Desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad. Todo contribuía alrededor mío, durante mis primeros años, a mantener en mí la ilusión y la creencia en lo permanente: la casa familiar inmutable, los accidentes idénticos de mi vida. Si algo cambiaba, era para volver más tarde a lo acostumbrado, sucediéndose todo como las estaciones en el ciclo del año, y tras la diversidad aparente siempre se traslucía la unidad íntima.
Pero terminó la niñez y caí en el mundo. Las gentes morían en torno mío y las casas se arruinaban. Como entonces me poseía el delirio del amor, no tuve una mirada siquiera para aquellos testimonios de la caducidad humana. Si había descubierto el secreto de la eternidad, si yo poseía la eternidad en mi espíritu, ¿que me importaba lo demás? Más apenas me acercaba a estrechar un cuerpo contra el mío, cuando con mi deseo quería infundirle permanencia, huía de mis brazos dejándolos vacíos.
Después amé los animales, los árboles (he amado un chopo, he amado un álamo blanco), la tierra. Todo desaparecía, poniendo en mi soledad el sentimiento amargo de lo efímero. Yo solo parecía duradero entre la fuga de las cosas. Y entonces, fija y cruel, surgió en mí la idea de mi propia desaparición, de cómo también yo me partiría un día de mí.
¡Dios!, exclamé entonces, dame la eternidad. Dios era ya para mí el amor no conseguido en este mundo, el amor nunca roto, triunfante sobre la astucia bicorne del tiempo y de la muerte, Y amé a Dios como el amigo incomparable y perfecto.
Fue un sueño más, porque Dios no existe. Me lo dijo la hoja seca caída, que un pie deshace al pasar. Me lo dijo el pájaro muerto, inerte sobre la tierra el ala rota y podrida. Me lo dijo la conciencia, que un día ha de perderse en la vastedad del no ser. Y si Dios no existe, ¿cómo puedo existir yo? Yo no existo ni aun ahora, que como una sombra me arrastro entre el delirio de sombras, respirando estas palabras desalentadas, testimonio (¿de quién y para quién?) absurdo de mi existencia.