Recapitulando en relación con el artículo del mes pasado titulado “La pregunta por la literariedad: lo que hace que un texto sea literatura”, diremos que en él habíamos señalado que autores como Jacques Rancière consideraban vana a dicha pregunta por carecer de sentido, mientras que otros, como Antonio García Berrío, mostrándose interesados en la pregunta aceptaban la existencia de una especificidad literaria, inclinándose por una definición lingüística de ella, centrada en el texto. Mencionamos también que mientras para un formalista ruso como Jakobson la idea de literaturidad –es decir, aquello que hace que una obra dada sea auténticamente una obra literaria– se relaciona con la presencia en la obra de “ciertos procedimientos literarios”, para otros autores, como Jonathan Culler, las cualidades distintivas de la literatura serán dadas en razón determinadas características sociales, históricas o políticas de la sociedad presentes en la época en que nace una obra literaria, invitando este autor a no emplear el concepto de literariedad sólo para dilucidar si una obra es o no literatura, sino que extender su uso hacia algo que resulta mucho más interesante: como un instrumento orientador de los estudios literarios hacia el descubrimiento de nuevos métodos de análisis para la comprensión del verdadero objeto de la literatura.
Pues bien, a partir de la pregunta por la literaturiedad, nos avocaremos en las líneas siguientes al planteamiento de la pregunta por la literatura, guiados en todo momento por el gran pensador francés Michel Foucault.
Así, en primer lugar diremos que Foucault, en su ensayo “La gran extranjera”, fruto de una transcripción de una conferencia realizada en Bruselas en diciembre de 1964, lo primero que hace es resaltar una idea que reiterará a lo largo de toda su obra: que la pregunta por la literatura, surge, está asociada, irremisiblemente al ejercicio mismo de la actividad literaria, es decir, la pregunta no se plantea como hecha por un tercero respecto de una cosa que le es extraña, sino que, en palabras de este autor francés, la pregunta por la literatura tiene lugar “en” la propia literatura, como si preguntarse “¿Qué es la literatura?”, y el propio acto de escribir, fueran una misma cosa. Y en esta línea argumentativa que sigue Foucault, del carácter interno de la pregunta por literatura, este filósofo posmodernista aventuró una idea que considero altamente interesante: que en la pregunta por la literatura está su ser, pues “la propia literatura se aloja en la pregunta por la literatura”.
Ahora bien, lo paradójico de su planteamiento, estriba, según él mismo afirma, en que no siempre ha habido literatura, así, aunque no se puede negar que La Divina Comedia de Dante Alighieri para nosotros es parte de la literatura, no lo fue para la época en que se escribió, rareza que Foucault explica a partir de una concepción de la literatura como relación con un lenguaje de una época determinada: así, Eurípides es literatura para nosotros porque la relación que vincula a su obra con nuestro lenguaje lo es. Y claro, es ciertamente paradójico –en el sentido de ser perturbadoramente diferente– lo que afirma Foucault, especialmente cuando reparamos que, según él, la obra de Eurípides, así como la de Dante o Cervantes, no eran propiamente literatura en relación al griego, toscano o español, respectivamente.
Estimo que la explicación de por qué Foucault afirma eso, puede comprenderse aclarando que cuando él dice, por ejemplo, que Dante no era para su época propiamente literatura, se refiere a literatura en el sentido moderno del término, de manera que para entender a este pensador y aprovechar la riqueza de sus conceptos, estimo necesario que nos adentremos en la diferencia que Foucault hace de la literatura en la época clásica –recordemos que en su obra Historia de la Locura en la época clásica, él entiende por esta época a la Ilustración, básicamente hasta fines del sigo XVIII– y la literatura que se da después, particularmente a partir de Stephan Mallarme.
Así, en la época clásica, la literatura estaba ineludiblemente asociada al lenguaje: una obra literaria era una obra de lenguaje, el fenómeno literario se limitaba a una relación de familiaridad, de memoria, entre la obra literaria en cuanto recogía el uso del lenguaje cotidiano.
En cambio, a partir de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, la relación entre el lenguaje y la obra dejó de ser una relación simplemente familiar y de memoria, por tanto, pasiva, para convertirse en una relación activa entre la obra y el propio lenguaje: en ese momento, entonces, la literatura, a diferencia de las épocas anteriores, se convirtió en el tercer término de un triángulo conformado por la obra, el lenguaje y, ahora, la literatura, con lo que Foucault intenta demostrar, que, desde el siglo XIX en adelante, la literatura seguirá como siempre estando vinculada con la obra y con el lenguaje, pero su ser estará perfectamente separado de ellos y resultará claramente distinguible de ambos. Es más, la literatura, según Foucault, está en permanente tensión con la obra, así como también, la literatura está en constante tensión con el lenguaje. Insisto que esto es conforme a la noción moderna de la literatura del pensador galo.
Encontramos, pues, una segunda paradoja en el análisis foucaultiano de la literatura, específicamente existente en la relación entre ésta y la obra. En efecto, a la pregunta de ¿Cuándo, entonces, la obra será propiamente literatura?, la respuesta, es que ésta sólo es auténtica literatura en el comienzo mismo de la obra, cuando apenas irrumpe en la página en blanco. “Sólo es realmente literatura en ese momento y en esa superficie, en el ritual previo que traza para las palabras el espacio de su consagración” y, de hecho, cada vez que una palabra se escribe en la página en blanco que debiera ser la literatura, deja de ser literatura, implica una transgresión a la esencia pura de la literatura. Por eso es que Foucault afirma que, a partir del siglo XIX, todo acto literario cobra sentido como una transgresión a la esencia pura de la literatura.
Ahora bien, hasta ahora, hemos expuesto, por así decirlo, la faz negativa de la noción de literatura moderna de Foucault. Sin embargo, existe también una faz positiva. En efecto, así como cada palabra que ingresa y transgrede la página en blanco que debiera ser la literatura, sobre la cual precisamente nos estamos interrogando, esa palabra, al mismo tiempo que la transgrede, según Foucault, le hace señas a la literatura, le hace un guiño, pues, en todo caso, jamás las palabras empleadas en la obra, serán las mismas que si se tratara de una escena cotidiana y, si el lenguaje se identifica con el conjunto de símbolos que permite comprender y comunicar lo cotidiano, ningún signo o figura propia de lenguaje real y verdadero entrará en la obra literaria como lenguaje, precisamente porque las palabras entran en la página en blanco de la obra en actitud o modo de hacer un guiño a la literatura, por lo que necesariamente se distanciarán del lenguaje.
Así, nos dice Foucault, en una obra literaria no encontraremos jamás algún pasaje respecto del cual pudiese afirmarse que ha sido tomado por completo y directamente, de la realidad del lenguaje cotidiano.
Y ello sigue siendo cierto aun cuando pudiésemos perfectamente encontrar ejemplos de casos en que autores han introducido partes de lenguaje real dentro de una obra, como es el caso de pasajes de diálogos de personas que se reproducen tal y como han sido recogidos en un momento y lugar determinados y que son luego integrados a la obra, pues, en estos casos, no se altera ni la naturaleza de la obra propiamente tal, ni la naturaleza del lenguaje verdadero que intenta adherírsele, resultando ambas dimensiones no susceptibles de ser asimiladas o mezcladas la una dentro de la otra, según Foucault.
De manera que, concluye este autor, la obra en definitiva sólo existe en la medida en que, a cada instante, todas las palabras se vuelven hacia esa literatura, son encendidas por ella y, al mismo tiempo, la obra existe únicamente porque esa literatura se conjura y se profana a la vez.
Con ello, termina afirmando Foucault, no hay obra que no se convierta en un fragmento de la literatura, un trozo que sólo existe porque a su alrededor, delante o detrás, existe algo así como la continuidad de la literatura.
Finalmente, esperando desarrollar estos conceptos en próximos artículos, señalaremos que para construir una definición filosófica de la literatura, este pensador francés se valió de tres aspectos fundamentales, uno de ellos lo hemos tocado en las líneas que preceden: la transgresión que debe contener la obra para ser considerada auténtica literatura. Los dos restantes corresponden a interdicto y simulacro, que, como anuncié, serán materia de próximos artículos, donde podremos apreciar por qué, para Foucault, el primer libro real de la literatura, es el Libro de Mallarme.
Juez de familias, abogado, ensayista y poeta.