El miedo es una emoción ineludible, y lo es en cualquiera de sus proporciones. No podemos huir de él; nos atrapa en el más nimio instante. Y hasta los más valientes han llorado o inclinado su gesto en algún momento de sus vidas debido a él.
La ceguera viene tras el miedo. Y en la ceguera, lo que verdaderamente preocupa no es lo que no vemos: es lo que nos distrae de no ver lo que tendríamos que ver, lo que debería preocuparnos. El miedo, en su origen, nació para vencer al enemigo antes de comenzar la batalla; luego, con el transcurrir de los siglos, se utilizó para engañar, para distraer, para mostrarnos escenarios que no son nada más que cortinas que tapan otros paisajes: los que no interesa que descubramos.
El miedo alerta los sentidos, los satura, los impide razonar y los bloquea; forja la alarma y como defensa se aparta, huye, se aleja. Lo fácil es salir corriendo, huir. Lo dicta la saturación y la ceguera de la alarma de nuestros sentidos. Apartarse como defensa propia. Huir para devolverle a los sentidos su estado, regresar al equilibrio. Pero cuando el miedo es una constante, cuando se normaliza la saturación de los sentidos, entonces, se pierde la visión de toda realidad, se queda a merced de todo garante que manipule el miedo, que lo configure y le dé el sentido y la dirección que más desee darle.
El miedo es la estratagema de los fuertes para condicionar y manejar a los más débiles. Sucede en todos los ámbitos: públicos, privados, a nivel social, a nivel particular, a nivel personal, a nivel familiar.
El miedo siempre trastocó el itinerario.
Escritor, poeta y articulista.