Constantemente residimos en un plano invadido de noticias y sucesos. No acaba de asentarse y acentuarse una y ya se fragua la siguiente.
A nuestro alrededor, de manera incesante y, a veces, incómoda, se construyen narraciones a gran velocidad, historias que se acumulan de una realidad que se encuentra fuera, en otro lugar, en otra secuencia en la que no residimos directamente, pero que llega a nosotros en forma de ola que nos arrastra y nos obliga o embauca a edificar opiniones y posicionamientos.
Sin pleno descanso, nos movemos absortos de ola en ola, conformando esos posicionamientos y opiniones, atrincherados por todas las noticias y los sucesos que llegan de fuera, por todos los enjambres de esas narraciones de historias. Eso expande nuestra visión de todo, conforma miradas de comprensión y entendimiento que nos enriquecen, pero, al mismo tiempo, y si no somos capaces de medir, limita nuestro camino propio, nuestro paso cotidiano, nos absorbe y aleja, nos olvidamos de olvidar que también es necesario, y dejamos de regresar a nosotros mismos, a nuestra nimia pronunciación como seres protagonistas de una cotidianidad llena de nimios quehaceres, de soledades necesarias, de tardes intensas sin querer saber nada y sin importancia más necesaria que nuestra soledad.
Una de las luchas que no debemos obviar en este totalitarismo informativo es salirnos, de vez en cuando, de ese plano de invasión de noticias y sucesos, dejar de escuchar tanto ruido, y sentarnos a dejar que los segundos, los minutos, pasen en miradas perdidas, en ocasos de tardes sin prisa ni opinión ni posicionamiento, en oscuras noches que no llevan a nada. Quizás, a un cuerpo desnudo o a otro amanecer. Simplemente.