En Tiempos de Aletheia

Crisis, Civilización y Colonialidad

Quiero comenzar agradeciendo a los organizadores por la invitación, estas jornadas son una buena oportunidad para plantear algunas cuestiones que nos sitúen críticamente sobre la actual situación global, sobre todo, para tratar de realizar un ejercicio que parte de posicionarse al margen de ciertos consensos. En este caso en particular, se trata de cuestionar el acuerdo general entre quienes hacen la crítica al orden vigente, dicho acuerdo consiste en señalar que atravesamos una crisis fundamental, una crisis sistémica o civilizatoria. En este sentido, habrá que comenzar por distinguir a qué nos referimos con cada uno de los términos en cuestión, es decir, qué es de lo que hablamos cuando usamos términos como “crisis”, “sistema” o “civilización”.

 

Esta presentación la dividiremos en dos partes; la primera pretende mostrar las distancias entre las nociones de “sistema” y de “civilización”, para, luego, adentrarnos en una reflexión sobre lo que nombra como “crisis”. Partimos, entonces, señalando que, en ocasiones, suelen utilizarse los términos sistema-mundo moderno o capitalista y civilización como si estos fueran sinónimos, cuando se refieren a cuestiones de distinta naturaleza.

 

Comencemos por señalar que los sistemas-mundo son sistemas sociales; en este sentido, se trata de una noción que nos permite ordenar la experiencia histórica de la humanidad a partir de cómo se organizan institucionalmente las relaciones entre economía, política y cultura. Se trata de una sociología que tiene su origen en los trabajos de Oliver Cox, pero que verá su desarrollo ulterior con los trabajos de I. Wallerstein, entre otros.

 

Para I. Wallerstein estos sistemas han tenido históricamente tres desarrollos concretos, los minisistemas, organizaciones donde coincide la existencia de una sola autoridad política, una sola cultura y solo sistema económico; una segunda forma histórica es lo que el sociólogo llama los imperios-mundo, cuyas características consisten en la realización de una sola autoridad política, una sola economía, pero diversidad de culturas. Por último, tenemos las economías-mundo, como sistemas sociales donde operan diversas autoridades políticas, existe un solo sistema económico y se realizan diferentes culturas. Esta última tipología es la que describe al mundo moderno como un sistema social histórico definido como economía-mundo capitalista.

 

La “economía-mundo moderna” requiere el apellido de “capitalista”, ya que, en los términos de I. Wallerstein, este tipo de sistema social no es la primera vez que se da, sin embargo, la diferencia con economías-mundo anteriores radica en que el mundo moderno ha podido frenar la tendencia por la que otras experiencias históricas han terminado derivando en imperios-mundo.

 

Por otra parte, la noción de “civilización” tiene una trayectoria muy problemática, es un término que aparece con el evolucionismo, la idea de Civilización como culminación evolutiva de la humanidad, el estadio que vendría tras el salvajismo y la barbarie. Posteriormente tendría una significación más plural, abriendo el campo a las civilizaciones, pero en ambos casos responde a posicionamientos culturalistas. Ambas posturas aún circulan sobreponiéndose y dando cuenta de que, a pesar del plural, la distancia entre las civilizaciones se traza a partir de una clasificación jerárquica de las mismas. Esta superposición se refleja en las dos primeras acepciones recogidas por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE), en el que se define como 1. “Conjunto de costumbres, saberes y artes propio de una sociedad humana”; y 2. “Estadio de progreso material, social, cultural y político propio de las sociedades más avanzadas”.

 

Ante esta definición cabría preguntarse, cuando se habla de crisis civilizatoria, qué se entiende por civilización. Será que con ello se quiere decir que esta crisis, el conjunto de costumbres, saberes y artes que llamamos Occidente. Adelantó el argumento para afirmar que justo si existe una crisis es porque esto no está en crisis. Sin embargo, antes de explicar esta afirmación hay que hacer explícito lo que entendemos por “crisis”.

 

“Crisis” es otra de esas palabras que llevamos tiempo diciendo y escuchando, hablamos de ella tanto y tan extendido en el tiempo que valdría preguntarse cuánto dura una crisis, hasta que punto si esta se vuelve permanente (costumbre) ya no es una crisis. Al usarla nos movemos entre nombrar una “situación difícil” y “un cambio profundo de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados”. En muchas ocasiones usamos la palabra como antesala para hablar de colapso, colapso económico, colapso social, colapso ecológico, cuando esto ocurre, recurrimos a otro significado, el de crisis como “Intensificación brusca de los síntomas de una enfermedad”.

 

Cuando hablamos de “crisis sistémica”, hay que comenzar por señalar dentro de cuál campo de significación nos encontramos o, incluso, si transitamos por cada uno de ellos para caracterizar los distintos niveles de la crisis. En cualquier caso, no debemos olvidar que incluso en la crisis existe una línea abismal que afirma la extensión del ser y, por tanto, sus límites ontológicos, epistémicos y hasta éticos, por ello quiero hacer la invitación a confrontar el discurso de la crisis sistémica desde un posicionamiento decolonial.

 

Si partimos de que el mundo moderno/colonial se estructura a partir de una primera separación entre el mundo espiritual y el mundo material, una escisión que, luego, se seculariza en la divisoria entre la razón y el cuerpo, que permitiendo clasificaciones que parten de diferenciar lo humano de lo humano, debemos tener en cuenta la pregunta sobre cuándo algo puede llegar a denominarse como “crisis”. Y es que la crisis es una cuestión del ser, el no-ser simplemente no puede estar en crisis porque no es, de modo que las brutales condiciones a las que son condenadas aquellas poblaciones que habitan más allá de las zonas del ser no son nombradas como crisis, mucho menos son zonas donde el ser colapsa, todo lo contrario son territorios para la afirmación de este último.

 

En tal sentido, si hablamos de crisis es porque atravesamos una situación que afecta al ser, por tanto, vendría bien preguntarse en qué consiste la afectación de este. Si nos detenemos en pensar la crisis como una “situación difícil”, pues tendríamos que comenzar a señalar que el ser se enfrenta a un reto particular: por primera vez en 200 años, su manifestación podría estar siendo disputada por una autoridad política tradicionalmente definida como a medio camino entre el ser y el no-ser, se trata de China.

 

Está por verse si esto implica un segundo escalón que nos coloque en otra forma de crisis, en “un cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados”. Definiciones como de este tipo son más complejas de gestionar, sobre todo porque, en principio, las transformaciones geopolíticas y geoeconómicas que vienen ocurriendo desde hace más de cuatro décadas nos permiten vislumbrar que algo está pasando, sin embargo, esos cambios en la superficie aún no se presentan en su forma parcialmente definitiva, aún nos encontramos dentro de las oscilaciones propias de estructuras disipativas, tal como en los siglos previos a la Revolución Francesa, estas oscilaciones nos mantienen atrapados en lenguaje que aún pertenece al “antiguo régimen”.

 

En la actualidad, ese régimen es justo el que emerge discursivamente tras aquel 1789, un orden que aún rige la manera en la que apreciamos el mundo y los procesos sociales, la preocupación por el cambio social hoy se ha vuelto cuasipatológica. Si hace tan solo una década, la realidad duraba lo que un titular en las noticias, hoy la realidad tiene la forma aparente de esa amalgama que llaman “redes sociales” y, por tanto, su duración está supeditada a su capacidad para viralizarse; la realidad se ha vuelto no líquida, sino instantánea.

 

Personalmente soy pesimista ante la posibilidad de que estemos atravesando transformaciones profundas en los fundamentos con los que apreciamos el mundo, que hay un cambio en las formas, en los medios es evidente, pero estos no implican modificaciones más allá de la radicalización de lo que ya teníamos. Las redes sociales son el punto máximo, hasta hora, aquello que Quijano y Wallerstein, hace tres décadas señalaban como “principio fundamental del mundo moderno”, la idolatría por la novedad.

 

La radicalización de la idolatría por la novedad tiene diversas manifestaciones, por un lado que la realidad para ser tal tiene que ser viral; si no es viral, no existe. Por lo tanto se pierden de vista las cuestiones estructurales, lo que no solo afecta al conjunto de la población en general, sino dramáticamente a una intelectualidad autodefinida como “crítica” y/o “antisistémica”, se trata de una inteligencia global dedicada a producir “categorías” con estética de #, refugian sus argumentos en metáforas biologicistas como son las caracterizaciones del neoliberalismo como mutante. Para esta intelectualidad, el acontecimiento se impone a punta de neologismos, son eco-influencers que teorizan sobre la epigenética del neoliberalismo. Sus argumentos son el reflejo especular de la idolatría por la novedad neooliberal, su novedad es la crisis

 

En este punto llegamos a la definición de la “crisis” como la “intensificación de una enfermedad”. Y creo que justo nos encontramos una situación que metafóricamente encaja muy bien con ella. En primer lugar, lo que llamamos “crisis” en el mundo moderno son esos momentos en los cuales la lógica del sistema ya no da más de sí, las instituciones que hacían posible su reproducción le son insuficientes, por lo tanto, las dinámicas de acumluación ya no solo comienzan a afectar a los de siempre, sino que, además, se presentan en lugares en los que antes no se les veía. Como señalé antes, llamamos “crisis” a la situaciones difíciles que atraviesa el ser; fuera del ser, no hay crisis; hay pobreza, subdesarrollo, salvajismo, pero no crisis.

 

Crisis sistémica, claro que sí, crisis civilizatoria aún no, aunque hoy más que nunca vemos cómo personas que se mantenían colgadas de una mano a la ventana de la casa del ser, son arrojadas por el precipicio de la pobreza, de la miseria y de la desesperanza. Pero no nos engañemos, es una crisis porque afecta a poblaciones que hasta ahora habitaban la casa del ser, así fuese porque se colaron por la ventana, como es el caso del sur de Europa. Sin embargo, lo más dramático es que vivimos una crisis de la vida, producto de la radicalización de la no-ética del sistema, sin embargo, el mito de la modernidad aún esta vigente.

 

Esta no-ética, la cual tiene como fundamento la naturalización de la guerra, acompaña a la teoría social en general, a la teoría política en particular, y es central en la forma en la que pretende gestionar la situación sanitaria a nivel global. El tratamiento que se le viene dando a la pandemia es otra repetición del mismo modelo, la retórica de la guerra ha sido central para gestionar los planes, confinamientos, etc. Esta retórica de la guerra ha llevado a los países a actuar como lo harían justamente ante un conflicto bélico; por una parte, la primera reacción fue la de evitar el colapso de los servicios sanitarios, frente a lo que se calificó como un “enemigo invisible”, la guerra debe realizarse asegurando la infraestructura que garantiza seguridad a la población combatiente. Pero, tan pronto comenzaron las presiones económicas, vimos cómo se pasó de una estrategia de contención de daños frente al primer ataque sorpresa, a una de aceptar estoicamente los daños colaterales. Vale decir que hubo países donde se pasó al segundo momento directamente.

 

La irracionalidad del actual orden queda demostrada cuando en vez de plantearse alternativas para la vida, se presenta la vida como una alternativa. Puede que esto suene a trabalenguas, pero es muy simple, el gran debate sobre cómo gestionar la pandemia es cómo hacer frente a la contradicción manifiesta entre economía y salud. Por supuesto, los medios de comunicación y la clase política, en su experticia de años negando lo evidente, dedican horas a afirmar que no hay duda de que la salud es primero, la cuestión es que el simple hecho de que esto se tenga que decir, es muestra de lo contrario.

 

Si la pandemia nos ha puesto sobre la mesa que debemos elegir entre economía o salud, es decir, entre la economía y la vida, es porque hay algo de la economía que pone en tensión la vida. Claro, acá debemos decir que a esa economía hay que ponerle nombre y apellido, porque se trata de un tipo particular e histórico. Un ejemplo es que los confinamientos fueron destinados a las personas, no al capital; de hecho vemos en los noticieros cómo se encerraban poblaciones enteras, recientemente se aprobaron toques de queda en todo Europa, mientras, al mismo tiempo, nos hablan de los índices bursátiles, de las caídas del PIB, y de cómo China es la única economía en el mundo con proyecciones de crecimiento.

 

Cuando deciden por nosotros que las alternativas que tenemos son la economía o la salud, no imponen optar por el suicidio, por nuestra propia muerte, de nuevo como en 2008 millones de personas serán sacrificadas para satisfacer las ansias de ese dios de la guerra que llamamos “Capital”.

 

Quiero cerrar señalando que la vida no es una alternativa, sino un imperativo; en tal sentido, la vida no es una utopía, sino la condición. La utopía es, al mismo tiempo, condición de esperanza, y sin esperanza, la vida no sería tal.

 

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