En un artículo anterior intenté reflexionar sobre los límites que tiene la llamada perspectiva intercultural cuando pasa hacer un programa de gestión política. La interculturalidad, al volverse objeto de la res-pública, pasa a convertirse en una herramienta para administrar la diversidad, incluso llega a confundirse con esta en ciertas ocasiones. Como consecuencia de ello se perpetúa el entendimiento que se hace de la cultura en tanto cosa a gestionar, por ello señalamos la necesidad de ir de una gestión política intercultural a una gestión intercultural de la política. En tal sentido, el presente artículo tratará de profundizar en algunas consideraciones relativas al significado de dicho postulado, es decir, en los retos derivados de colocar la interculturalidad como un principio para hacer gestión, y no de una cosa a gestionar.
Lo primero que se desprende, al poner de pie aquello que la cosificación de lo cultural ha puesto de cabeza, es el darse cuenta que la sinonimia entre interculturalidad y diversidad es la primera cuestión a resolver, su origen está en colocar lo nombrado como cultura después de la política. En segundo lugar, se debe advertir que para realizar dicha inversión fue primero necesario realizar primero una otra negación, dicha negación parte de las implicaciones que tiene la pretensión de secularización con la que se asume la gestión pública, porque al pretender que el Estado es un aparato/dispositivo desprovisto de toda subjetividad, por tanto, totalmente objetivado del mundo, siendo por tanto el fundamento de una política entendida como administración técnico-instrumental del conflicto.
Es decir, dicha pretensión supone una domesticación del conflicto tratándolo como mera contingencia secular y, por tanto, el conflicto derivado propio de la convivencia entre lo diferente y lo distinto se vuelve una cuestión problemática a gestionar, así se pretende que el conflicto es un atentado contra la armonía de la ciudad de Dios en la Tierra. Una vía por medio de la cual el Estado es formalmente objetivado de todo conflicto, mientras es definido como el árbitro de ámbito que se pretende, a su vez, ajeno a las fuerzas del mercado.
Una tercera cuestión que nos aparece es la necesidad de mostrar la dimensión mítica contenida en la pretensión secular, fundamentalmente porque la pretensión por la cual se niega la existencia de dicha dimensión, ya que esta es fundante de una idea de la cultura entendida como una cosa que puede ser gestionada, permitiendo la reducción de la acción de gobierno a una mera cuestión instrumental. Se trata de una cuestión que deviene consustancial con los postulados de totalitarismo de mercado y su subordinación de la economía a cuestiones técnico-instrumentales, lo que recientemente ha permitido la emergencia de la llamada economía naranja.
A este punto de la exposición vale la pena recordar lo planteado por Claude Levi-Strauss al inicio de sus clásicas Mitológicas. En ellas afirma que durante el encuentro entre personas ocurre mucho más que un contacto entre estas, ya que las implicadas llegan al encuentro cargadas de “cultura”, por tanto, traen consigo los mitos con los cuales construyen y habitan el mundo. En este sentido, cuando se produce el contacto no solo se “intercambian” cosas, bienes, etc., sino que se intercambian signos y símbolos, se colocan ante cada uno los mitos del otro, llegando a tener influencia entre sí, en algunos casos imponiéndose uno sobre otro, pero también siendo apropiados por alguno de los agentes participantes. Es decir, lo que ocurre es aquello que describió F. Ortiz en los años cuarenta del siglo XX cuando acuñó la noción de “transculturación”.
Entendiendo el contacto entre grupos humanos de esta manera, podemos comenzar a señalar que una relación intercultural es aquella que se da, en primer lugar, entre personas, para inmediatamente comprender que es también una relación entre los mitos de los que son portadores las personas. Dicho de otra manera, si por cultura entendemos una configuración compleja y situada entre lo que las personas hacen, los que las personas dicen que hacen y los que las personas piensan de lo que hacen, todo ello operando a partir de marcos míticos determinados, entonces la pregunta por la relación entre interculturalidad y gestión pública requiere, entre otras cuestiones, asumir la relación entre Mito y Política.
Continuemos ahora por dejar caer algunas cartas sobre la mesa; en primer lugar, el Mito no es una cuestión a despachar instrumentalmente, de hecho, la reducción instrumental de la política requiere para su fundamentación de un mito que hace posible su fundamentación y con ella el despliegue del totalitarismo de mercado. Es decir, este totalitarismo requiere fundarse dentro de un marco que nos remite al origen de todos los tiempos y le otorga al mercado validez ontológica. Un mito que se funda allá donde existían individuos cuya pulsión fundante era la de intercambiar bienes entre sí o, lo que es lo mismo, el mito de que la economía antecede ontológicamente a la política. En este sentido, los mitos hay que ubicarlos en el plano de la categoría, tal como lo afirma F. Hinkelamert en su libro Hacia una crítica de la razón mítica:
“Los mitos elaboran marcos categoriales de un pensamiento frente a la contingencia del mundo, es decir, frente a los juicios vida/muerte. No son categorías de la racionalidad instrumental, cuyo centro es el principio de causalidad y de los juicios medio/fin”.
Es decir, ya que no existen medios sin fines, los mitos por definición no operan como medios, sino que son el fundamento de estos. Se trata de un marco categorial que opera como fundamento del mito de la razón instrumental, y esto es trascendental tenerlo en cuenta al momento de hablar de interculturalidad y gestión pública. Primero, porque los mitos desbordan a la racionalidad instrumental, volviendo a F. Hinkelamert, estos “aparecen más allá de la razón instrumental, en cuanto la irracionalidad de esta se hace notar o es notada”. Por lo tanto, los mitos son el lugar desde donde “es juzgada la racionalidad instrumental”. Como puede inferirse de lo dicho hasta ahora los juicios sobre esta pueden ser o no apologías.
Si los mitos enmarcan los juicios vida/muerte, podemos preguntarnos, por tanto, qué es aquello que afirma de manera primaria algún marco categorial ya dado, cuáles son los juicios sobre la vida y la muerte que pueden permitirnos hacer ciertos mitos. Porque para afirmar la vida “esta debe afirmarse frente a la muerte” (Hinkelamert). Es decir, los mitos son marcos categoriales de afirmación de la vida, pero ¿pueden existir mitos afirmadores de la muerte?
Intentar responder la anterior pregunta requiere partir de una diferenciación, aquella que permite distinguir entre un mito y un fetiche, porque todo mito es imperativamente una afirmación de la vida siempre y cuando no se torne en simbolismo fetichista, permítaseme mostrar esto con un ejemplo extraído de la filosofía contemporánea. Para algunos pensadores, como Zizek o Agamben, la pulsión de muerte del mundo moderno tiene su origen en un asesinato, se trata de la crucifixión como “mito” fundacional del “cristianismo”, en tal sentido, el mundo moderno se fundaría en la muerte y, por tanto, no podría afirmar la vida. La cuestión es que dichos filósofos confunden al cristianismo con la cristiandad, esta última sí que tiene la crucifixión como fundamento, es decir, la muerte, mientras que para el cristianismo primigenio lo central era la resurrección de la carne. Esta inversión/fetichización del mito ocurre a partir del momento en el que Constantino abraza la cruz.
Lejos de lo que plantean Zizek o Agamben, lo que tiene de fundacional, la crucifixión, radica en ser el gesto por medio del cual ley se muestra capaz de matar al justo, el asesinato de Jesús muestra la cruda injusticia de la ley del imperio. La crucifixión es el acto de afirmación de la vida que muestra hasta dónde es capaz de llegar la razón instrumental, muestra cuáles son los medios de los que puede hacerse el orden vigente para castigar a quien denuncia la injusticia. Es esto lo que desaparece cuando se abraza la cruz como símbolo de redención, tornándose así en un fetiche que encubre el asesinato. Por lo tanto, un mito puede no afirmar la vida cuando, como se ha dicho arriba, este se ha tornado en fetiche.
En modo similar puede encontrarse en la fundamentación filosófica del Estado moderno un vestigio de la intención afirmativa del mito en el relato que lo fundamenta. El estado de naturaleza de T. Hobbes intenta afirmar la vida, comprende que en la muerte el interés de cada individuo no puede realizarse, por lo tanto, es necesario producir un artefacto (el Estado) que garantice que la vida de cada individuo es afirmada positivamente. Lo que no atiende Hobbes es que el fundamento de su mítico estado de naturaleza (el individuo) es un fetiche.
Entendido así, el mito no es una mera afirmación abstracta de la vida, todo lo contrario, el mito afirma la vida materialmente, su positividad, y si como C. Geertz señala, la cultura puede entenderse como una “urdimbre de significación”, o si existe algo como el llamado tejido social, el mito es el hilo con el que se teje dicha urdimbre o tejido. El mito es inherente a cualquier experiencia de humanidad, y estos operan produciendo los marcos a partir de los cuales se establece el reino de los fines, por ello los medios deben ser afirmadores de la vida, en tanto que medios para un fin, el problema emerge cuando estos se convierten en un fin en su mismo. El reino de los medios como fines es un mundo en el que la vida puede negarse frente a la muerte, en tanto el horizonte es afirmar el orden de los medios.
Así, llegamos a un punto donde podemos comprender por qué la derecha y la extrema derecha se siente mucho más cómoda que la izquierda secular con estos temas. Esta (la derecha) no tiene problema en ondear el fetiche, sea la bandera o el crucifijo, porque su proyecto es el reino de los medios como fines. Por su parte, la izquierda secular, acostumbrada a combatir el fetichismo de la cristiandad separa la razón ilustrada de la razón mítica, y por tanto, termina sin armas para contrarrestar el reino de los medios impuesto por el totalitarismo del mercado.
La izquierda secular se encuentra desprovista de herramientas para explicar la legitimidad mítica del conflicto en tanto que violencia ejercida defensivamente. También le resulta incómodo el populismo, no comprende que éste es una fetichización de lo popular, la izquierda secular prefiere el lenguaje de la ciudadanía, por ello es incapaz de explicar que los problemas de los populismo de derecha no están en que movilizan la emocionalidad de la gente, sino en que movilizan los fetiches nacionales, raciales, religiosos, etc., porque no se comprende que no se están movilizando mitos, sino fetiches (como ya hemos dicho).
Por todo esto, interculturar la política es hacerla transcultural, y por lo tanto transmítica, para ello se ha de partir de enunciar de manera explícita el lugar que ocupa el mito en el campo político. Colocar sobre la mesa la fundamentación del marco categorial con el que se piensa la gestión pública. Por esta razón, introducir la interculturalidad en la acción política implica revolucionar la acción de gobierno, ya que las decisiones deben fundamentarse explícitamente en su fundamentación como afirmación de la vida. Esto lo sabe muy bien la extrema derecha, por eso su discurso apunta justamente en dirección contraria, lo hace el Frente Nacional en Francia, Vox en España, así como los críticos de la llamada leyenda negra desde la imperiofilia de cierta intelectualidad. Aún más claro es el “there is no americano dream” de S. Huntington, para quien el american dream “se vive en ingles” y es “white, anglo-saxon and protestant” (WASP). En tal sentido, la derecha es más auténtica en relación a su credo, mientras la izquierda secular solo se aproxima a la simbólico como estrategia de propaganda electoral.
Interculturar la política es asumir que no es lo mismo creer en el pueblo, que creer en aquello en lo que el pueblo cree.
Antropólogo social y cultural