El sujeto histórico debe dejar de ser el individuo para conveniencia de tal y para regenerar el concepto de lo colectivo. El sujeto histórico de nuestras democracias actuales debe ser la condición en la que esté sumido el individuo. Independientemente de que estemos o no de acuerdo, desde hace un tiempo que el consumo (al punto de que ciertos intelectuales, definan al hombre actual como “El Homo Consumus”) y su marca, o registro, es la medida del hombre actual, como de su posicionamiento o razón de ser ante la sociedad en la que se desarrolla o habita. Somos lo que tenemos, lo que hemos logrado acumular, y no somos mediante lo que nos falta, en esa voracidad teleológica o matemática de contar todo desde nuestro tiempo a nuestra infelicidad. Arriesgaremos el concepto de una existencia estadística, en donde desde lo que percibimos, de acuerdo al tiempo que trabajamos, pasando por lo que dormimos, o invertimos para distraernos, hasta los números en una nota académica, en un acto deportivo, en una navegación por una red social para contar la cantidad de personas que expresan su satisfacción por lo exteriorizado, todo es número. Nos hemos transformado, en lo que desde el séptimo arte se nos venía advirtiendo desde hace tiempo en sus producciones de ficción. Somos un número, gozoso y pletórico de serlo. El resultado final de lo más simbólico de la democracia actual también es un número (el que obtiene la mayoría de votos) sin que esto tenga que ser lo medular o lo radicalmente importante de lo democrático.
Aquí es donde planteamos la urgencia de modificar el sujeto histórico. Sabemos que el todo es más que la suma de las partes, desde lo metafísico, desde lo óntico, incluso desde lo psicológico. Pero, hasta ahora, no hemos aplicado tal principio en la arena de la filosofía política.
Que el todo sea más que la suma de las partes implica necesariamente que la democracia representativa actual deje de reposar, de estar acendrada en la expectativa que genera a todos y cada uno de los individuos horadando la legitimidad de su razón de ser y amalgamando la cosmovisión y la cultura individualista.
La representatividad estadística que fuerza al juego ficticio de partidos políticos que definen ideas, o razonamientos políticos que establezcan respuestas a los problemas colectivos, ha pasado a ser ficción literaria, rémoras de épocas que nunca más viviremos, salvo en la melancolía de corazones románticos.
La democracia debe fundamentarse, o estar fundada, en la condición estadística en la que se circunscriba el individuo. Esto es, asumir la realidad para a partir de ella construir la expectativa que es su razón de ser. De lo contrario, en caso de continuar, generando expectativas ante la mera convocatoria de elecciones, para renovar representantes, la legitimidad del sistema siempre estará riesgosamente en cuestión, pudiendo alguna vez, un grupo de hombres considerar el retorno a algún tipo de absolutismo.
No existe, en nuestra modernidad, más que dos clases de hombres, los que tienen y los que no. Los que no son pobres y los que lo son. Ante esta existencia estadística, es muy fácil determinar los parámetros en los que se asienta el límite para catalogar quiénes son pobres y quiénes no. Organismos internacionales, solventes jurídica y monetariamente, pueden unificar criterios para establecer la suma o la cantidad que precise un ser humano, diaria o mensualmente, para ser o no ser considerado pobre. Esta cuestión metodológica es la más fácil de zanjar, por más que puedan existir varios tecnicismos para ello. Lo radicalmente importante, es considerar que la nueva definición de democracia que proponemos, es que debe tener por finalidad, que menor cantidad de personas, en un determinado tiempo y lugar, deben ser pobres. Esta debe ser la razón de ser, básica, principal y prioritaria de la democracia actual. El eje de su sustentabilidad legítima, debe estar sustanciada en esto mismo. Sí la democracia, bajo esta nueva finalidad y por ende definición, no logra su cometido, pasará a ser otra cosa, por más que se convoquen a elecciones o se mantengan circuitos o instituciones representativas.
La sujeción de lo democrático a la condición en la que este sumido una determinada cantidad de hombres, garantizará que la expectativa que por regla natural es su razón de ser, no sea siempre una abstracción, sino que este supeditada a un resultado, a un determinado logro, concreto y específico.
Como si faltasen razones como para esta resignificación de lo democrático que la salvara de la inanición a la se encuentra condenada, nada sería más lógico, razonable, y válidamente verosímil que la legitimidad de la democracia se encuentre acendrada en que representa, prioritariamente no ya partidos u hombres (por otra parte, insustanciales e insulsos), sino que radicara su logos existencial, en modificar la condición en la que habitan sus hombres, no ya como números o discursos, sino como sujetos de carne y hueso, a los que no se les siguen conculcando sus derechos universales y elementales. No es nuestra intención avanzar sobre las ciencias jurídicas, pero bien podríamos decir que sí esto no se constituye en la finalidad de lo democrático, no tenemos por qué aceptar que se nos impongan reglas normativas de ningún tipo. Es decir, sí nuestro propio sistema de gobierno, no fija como prioridad que un determinado número de personas que no se alimenta o se alimenta mal, deje de estar en tal condición, ¿qué sentido tendría respetar una señal de tránsito o la misma disposición de la propiedad privada? (A partir de esta inferencia, se puede analizar el incremento de los delitos contra las personas en nuestras sociedades modernas, es decir cómo se da de hecho lo que expresamos semánticamente.)
La nueva representatividad de lo democrático, además, estaría sometida a un resultante concreto, determinado y observable. Ya no sería, como lo es, una cuestión hermenéutica. Es decir, el juego dialectico al que someten al ciudadano sus representantes daría por terminado y concluido por su propia y falaz inconsistencia. Ya no estaríamos presos de discursos, de palabras en zigzag y campañas de todo tipo y color para que les demos la razón a unos y a otros para que, finalmente, todos y ninguno, a la vez, tengan parte o nada de la misma.
No podemos seguir habitando en la insustancialidad que como seres humanos del actual tiempo le pedimos a todas las circunstancias que nos rodean, respuestas concretas, resultados efectivos y que a nuestra democracia, no le pidamos que revea su acendramiento en el abstracto en el que se ha transformado la representación bajo partidos que no expresan idea alguna, o bajo personalidades que no garantizan el cumplimiento real de ninguna demanda ciudadana. El único camino, razonable y verosímil, es que desde un principio, la democracia tenga como finalidad principista, el representar el cambio de una condición penosa en la que se encuentran un gran número de sujetos. El modificar la condición del pobre, se constituirá en la primera, pero no por ello única, razón de ser de lo democrático. Esto mismo, puede ser fácilmente constatado en su cumplimiento o incumplimiento.
Lo democrático no perdería su razón dinámica de generar expectativas, pero la misma no nadaría en el inmenso océano de la abstracción. Al disponer como eje representativo de lo democrático, como sujeto histórico, a la condición en la que está sumido el hombre, y no a su nominalidad, estaríamos logrando una modificación sustancial e inusitada. Sin embargo, todo el andamiaje político continuaría con sus estructuras, sea partidocráticas, representadas por el sujeto político. Que deberán, eso sí, plantear a la comunidad que pretenden representar, las formas y maneras de cómo lograrán el cometido que les impele la nueva definición de la democracia, es decir, bajo qué proyectos y propuestas lograrán reducir el número de pobres (tal como eje principal) en sus respectivas comunidades para, subsiguientemente, proponer en todos y cada uno de los campos, en que el colectivo ciudadano, vea o considere amenazada su plan de vida (básicamente sus derechos humanos, a educarse, trabajar, divertirse), sus planteos que serán sometidos a la consideración pública en elecciones, tal como hasta ahora, pero con una modificación nodal y sustancial que pasaremos a detallar.