En Tiempos de Aletheia

La cultura no es una cosa. De la gestión política intercultural a una gestión intercultural de la política

Hablar de interculturalidad es preguntarnos por una condición, por la condición de la cultura, es decir, las condiciones en las que se encuentran y dialogan diversas experiencias de humanidad. En tal sentido, la cuestión intercultural viene atravesada por un cómo se dan, gestionan o producen estos encuentros, por ello es fundamental tener claro qué entendemos por cultura cuando hablamos de interculturalidad.

 

La noción de cultura tiene una larga y problemática genealogía, desde su formulación como alta cultura, diferenciada de aquello que se entiende como folclore, pasando con sus vínculos con el evolucionismo aparejado a la noción de civilización, es decir, lo culto como lo propio del civilizado. Al pasar del singular (La Cultura) la situación no se hizo menos problemática, ya que la empresa antropológica de etnografiar el planeta lleva consigo la necesidad de clasificación de las culturas del mundo, proyecto no muy distinto de la clasificación de la fauna y de la flora de la empresa taxonómica.

 

En este punto nos encontramos con un primer relativismo cultural, uno que se usa para jerarquizar las distintas experiencias humanas, teniendo en la cúspide a la experiencia occidental. Así, la cultura se entiende como una serie de rasgos invariables pertenecientes a grupos humanos homogéneos, se trata de la forma, sobretodo luego de la Segunda Guerra Mundial, con la que se enmascara el racismo biologicista dando un maquillaje culturalista. Este tipo de relativismo está en la genealogía del multiculturalismo.

 

Posteriormente encontramos un segundo tipo de relativismo, aquel que tiene que responder ante la interpelación que los movimientos anti-racistas, críticos al euro-occidentalismo le han realizado al primero. Este deviene en una noción de interculturalidad que es instrumentalizada por las administraciones de los estados-nacionales reproduciendo lógicas de guetificación de los barrios. Desde el punto de vista de la gestión pública la cultura seguirá siendo entendida como una cosa, se reducirá a meras prácticas o expresiones que son permitidas por la autoridad, siempre y cuando estas se mantengan dentro de los límites que la administración establece desde un punto de vista “técnico”, pero que en lo fundamental se corresponde con una racionalidad instrumental despolitizando la gestión y domesticando el conflicto.

 

El problema con la gestión de la cultura no es entonces la gestión en sí, en abstracto, porque de lo que se trata es de pensar aquello que se gestiona y cómo, pero también para qué se gestiona. Así lo que tenemos delante es un problema que comienza por comprender que nos realizamos como seres vivientes, aquí y ahora, en un orden global caracterizado por la fetichización de la autoridad, así como de las identidades. Esto es claro cuando comprendemos que el Estado-nación es una ficción, no existe en ninguna parte una autoridad política cuya identidad sea simétrica a la identidad de las poblaciones que habitan el territorio que administran, por eso los pueblos indígenas de las Américas hablan de la necesidad de pensar el estado como plurinacional.

 

 

Por lo antes dicho, afirmamos que la cuestión de la que queremos hablar no es de los problemas de gestionar la interculturalidad, sino de los problemas que la interculturalidad representa para la gestión. En primer lugar, en un mundo donde los medios se han transformado en fines, a tal punto que amenazan la reproducción de la vida, decimos que si la interculturalidad no trae consigo la problematización de la gestión, entonces no es interculturalidad, será otra cosa.

 

En segundo lugar, el principio intercultural implica, en consecuencia, comprender que la gestión, y en especial la política pública es un medio para un fin, no un fin en sí mismo. Cuando esto no ocurre, el Estado deja de ser un medio para garantizar la reproducción de la vida de la población, transformándose en otra cosa. En tercer lugar, significa que gestión intercultural no es gestión de las culturas, o gestión de la diversidad, porque de lo contrario sería entender que la diversidad es una realidad que puede separarse analíticamente de otros campos de la vida, sería no entender que la distinción y la diferencia son consustanciales a la vida.

 

Al comprender que la cultura es más que una expresión, que tampoco se trata de un campo homogéneo, sino de territorios históricos y en disputa, preferimos hablar de configuraciones culturales, así se enfatiza el carácter contingente y heterogéneo de eso que se llama cultura, decantándose en una aproximación semiótica para la cual la cultura es aquello que otorga sentido a nuestra vida común, es tanto significación como orientación. Así, pensar la cultura como configuración nos permite comprender que el conflicto no le es ajeno, por tanto, la política tampoco y mucho menos la relación que llamamos “poder”.

 

En toda configuración cultural tienen existencia multiplicidad de sentidos, la cuestión es cómo algunos se tornan dominantes y/o hegemónicos. Por ello comprender la realización histórica de una determinada configuración es fundamental para comprender el tipo de conflicto, así como la naturaleza de los procesos de subordinación, dominación y explotación. Hacer este tipo de cartografía permite comprender que la interculturalidad es transversal a la política y a la gestión, porque de lo contrario nos encontramos frente a un enmascaramiento del racismo estructural del orden configuracional vigente. Nos encontramos ante una forma de comprender lo cultural en la que aquello que se entiende por cultura no es un objeto a gestionar, sino el lugar mismo desde donde se gestiona.

 

Ahora bien, la interculturalidad, como condición de una intervención anti-racista, implica comprender que los diversos sentidos atrapados al interior de determinada configuración son, también, mundos posibles. Al comprender esto llegamos a un punto en el que ya podemos afirmar que una gestión política intercultural no es lo mismo que una gestión intercultural de la política; la primera se revela como programas focalizados de gestión “democrática” de las diferencias, siempre y cuando ninguno de los diferentes altere lo fundamental de la gestión política, es decir, sin interpelación del orden vigente. Mientras, por otra parte, la gestión intercultural de la política implica un dejarse llevar por la distinción, por lo distinto y no por lo diferente. Lo distinto es interpelación del orden de los fines, no solo de los medios, por ello se trata de un proceso fundamentalmente pedagógico, donde el sujeto pedagógico es el Estado y la administración, no al revés.

 

Lo interculturalidad pasa por abrir la política a un proceso de aprendizaje radical en su sentido primario, es decir, una aprendizaje desde la raíz, no simplemente la puesta en escena de planes instrumentales en lo que cada “cultura” puede “co-existir” dentro de su propio mundo, hacer esto es reproducir la instrumentalización de una noción para seguir reproduciendo el mismo orden que crea y recrea las inequidades. En tal sentido, la interculturalidad no es un instrumento, es un horizonte que guía la gestión “técnica”, pero también la formulación estratégica de la política. La interculturalidad no es segregación, pero tampoco es integración e inclusión, se trata más bien de un horizonte ético de aprendizaje común donde nuestros más profundos deseos y contradicciones salen a relucir.

 

El horizonte que abre al abrazar dicho proceso implica por el contrario asumir que estamos hablando de devenires concretos, históricos y no de abstracción, por tanto, la realidad entendida desde la interculturalidad ha de partir del orden colonial en el que se gestan las estructuras con las que se pretende hacer gestión intercultural. De esta manera será posible comenzar a comprender que la gestión intercultural de la política no es cuestión de reconocimiento, sino de reparación, una reparación que no se focaliza exclusivamente en la población “migrante”, sino que también aplica a las poblaciones racializadas que llevan siglos en la península, porque musulmanes y gitanos no acaban de llegar, tienen rato aquí y la historia de su persecución es fundamental para comprender la configuración de las estructuras racistas que perviven hasta hoy, porque debe tenerse presente que dicha configuración fue fundada en el proceso de conquista, colonización tanto de las Américas, como de África, pero también de la península.

 

La gestión intercultural de la política es fundamental como proceso de construcción de aquellas condiciones de posibilidad que serían necesarias en pro de configuraciones de sentidos alejados del totalitarismo integrista, alejados de las políticas basadas en la diferencia, porque para estas políticas el diferente es siempre un otro potencialmente asimilable, es decir, reducible unívocamente a lo mismo, simplificando su sentido-otro (recordemos, sentido como significación y orientación) como una forma de lo mismo, porque la diferencia es el resultado de la gestión multicultural de la política, un gestión para la que lo distinto es definido como amenaza.

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