Existen dos tipos de teorías democráticas: la primera, considera inalterables los intereses de las personas. Considera que la democracia debería funcionar para resolver conflictos de intereses. Lo general sacrifica a los intereses personales. La segunda, postula que los intereses de las personas pueden ser transformados y que la función de la democracia es transformar dichos intereses, pero con base en los valores morales.
Las críticas que se realizan a la dimensión de la democracia deliberativa están en sintonía con la confrontación o la complementariedad de la que, precisamente, surge. Es decir, le responden desde una continuidad dialógica, en un supuesto debate dado acerca de las posibilidades de lo democrático, aceptando o tomando el postulado, o la objeción planteada por lo deliberativo.
Veamos la siguiente crítica que se desprende del libro del autor Julio Montero, titulado La concepción de la democracia deliberativa de C. Nino: ¿populismo moral o elitismo epistemológico?: Los rasgos que comparten todas las concepciones de la democracia deliberativa, desarrolladas en los últimos años, son: el de rechazar la idea de que la vida política se reduce a una mera confrontación entre grupos rivales que persiguen intereses facciosos o sectoriales y el de sostener la necesidad de alcanzar un punto de vista del bien común, mediante un debate público en el que todos los ciudadanos tengan el mismo derecho a exponer y defender propuestas surgidas de sus propias necesidades. Puesto que este ideal político requiere que todos los ciudadanos dispongan de las condiciones necesarias para hacer valer sus puntos de vista, quienes defienden una concepción de la democracia deliberativa se enfrentan a un serio dilema que puede formularse de este modo: por un lado, en una democracia deliberativa, la totalidad de las normas públicas deben ser el resultado de una deliberación entre personas iguales, orientada a establecer el bien común; por el otro, para que esta deliberación tenga lugar, es necesaria la existencia previa de ciertos derechos que regulen la relación entre los ciudadanos, al menos en los aspectos concernientes al debate democrático. Dicho con otras palabras, el problema en una democracia deliberativa es que si una norma solo adquiere validez luego de un debate público en el que la totalidad de las cuestiones están abiertas a la discusión, no se puede explicar la legitimidad de los derechos sobre los que se sostendría la deliberación democrática
La democracia solo puede ser entendida como un deseo, una cuestión de fe, sacralizada en su versatilidad de asimilar todo en cuanto lo rechaza. Referencia y diferencia, unicidad y multiplicidad; la inversión de lo metodológico: de lo general a lo particular. Todos y cada uno de los axiomas, al igual que las razones fundadas e infundadas que se quieran proponer, caerán rendidas ante la noción desiderativa de lo democrático. La democracia es expectativa: no puede ser plenamente concretada, ya que, en tal caso, se transformaría en un absolutismo totalitario. En nuestra modernidad, el sujeto de la democracia es el individuo. Así ocurre desde la composición de los contratos sociales, que unificaron todas y cada una de las expectativas de los suscribientes en una voluntad mayor o estado, y que —mediante una representatividad— administra o ejerce ese poder que ha sido previamente legado, extendiendo y renovando las expectativas cada cierto tiempo, llamando a sufragio y a elecciones para que se elija a quienes representen la administración de esa cesión de derechos cívicos y políticos. Pero la democracia debe fundamentarse en la condición estadística en la que se circunscriba el individuo. Hay que asumir la realidad para que, a partir de ella, se construya la expectativa, que es su razón de ser. De lo contrario, en caso de continuar generando expectativas ante la mera convocatoria de elecciones para renovar representantes, la legitimidad del sistema siempre estará riesgosamente en cuestión, pudiendo, alguna vez, considerarse el retorno de algún tipo de absolutismo.
La sujeción de lo democrático a la condición en la que este sumida una determinada cantidad de hombres, garantizará que la expectativa no sea siempre una abstracción, sino que esté supeditada a un resultado, a un determinado logro, concreto y específico. Lo democrático no perdería su razón dinámica de generar expectativas y no nadaría en el inmenso océano de la abstracción. Al disponer de un eje representativo, estaríamos logrando una modificación sustancial e inusitada. Aunque todo el andamiaje político continúe con sus estructuras, deberá plantearse formas y maneras: cómo lograra el cometido que lo impulsa a buscar una nueva definición de democracia; bajo qué proyectos y propuestas logrará reducir el número de pobres en sus respectivas comunidades para, subsiguientemente, proponer —en todos y en cada uno de los campos en que el colectivo ciudadano se vea amenazado— un plan de vida.
Sin embargo, lo que nos destroza nos hace gozar, en la inmediatez de impedirnos el placer de haber liberado la tensión, en la automaticidad, industrialista del ya, del ahora, no teníamos ni tiempo de creer, ambicionar o desear que algo mejor nos sobrevenga. Ya no creemos en nada, ya no creemos. Solo íbamos a las iglesias, a las marchas, como a la escuelas y a los centros de votaciones, por la inercia espectral en la que hubimos transformado a la experiencia de lo humano.
Nos gusta el cloacal en que hemos transformado nuestra existencia, o tan siquiera. Estamos en una fosa común, embriagados por el hedor que se desprende de lo que alguna vez fuimos, sin siquiera la posibilidad de pensar que ya estamos muertos, que no tenemos ninguna otra chance, que no sea la del olvido, trémulo y fatuo, de otro acontecimiento vacío, carente de alma como de significado, que te haga olvidar, que alguna vez, y producto de la casualidad te han llegado líneas textuales como las presentes, para que te veas como puedas, sin otra posibilidad de conclusión que no sea la de avergonzarte en tu condición de humano, mientras a tu lado, los que no comen para que vos lo hagas, no dejan de ser testigos, mudos e impávidos, de tu pasmada y soberana estupidez pagana en tiempos democráticos. A ese otro a quien ni siquiera le puedas estampar un beso, o dar un abrazo.
Escritor y ensayista