Sobrevivimos en un presente continuo que solo encuentra una definición precisa (en los términos de Paco Vidarte), que es la de “horda”.
Los índices de pobreza, marginalidad y deshumanización, producto de calamidades como las adicciones o el abandono de valores en la noción de lo humano, nos arrojaron a los archipiélagos de excepción en los que habitamos y para los que aún mantenemos, solo en las formas, la semántica de lo democrático. Donde supuestamente se respetan los derechos humanos más básicos.
La horda impone condicionamientos que son precisamente condiciones de posibilidad. Una zoociedad, vinculada a tal precepto de lo animal, que privilegia lo instintivo, requiere una política integrada por políticos que tengan como único fin el aprovechar la oportunidad. Esta perspectiva individual ante el mundo expresa lo manifiestamente venal. Es, ni más ni menos, una reacción natural y darwiniana a la que responden los cuerpos en la trama sin razón que propone la horda.
“Se da, en efecto, el hecho singular de que los hombres, no obstante serles imposible existir en el aislamiento, sienten como un peso intolerable los sacrificios que la civilización les impone para hacer posible la vida común” (Freud, 1927).
Conjeturando que somos los herederos de los parricidas que describió el vienés en Totém y tabú, somos los herederos de aquella horda primitiva que funda nuestra cultura occidental y que estableció —como elemento totémico— que pensar por fuera de lo democrático o más allá de ello sería algo tabú. El totemismo se inscribe como institución de un lazo más fuerte que el lazo de sangre o familiar, a decir de Frazer (citado por Freud). En referencia al vocablo ‘tabú’, que se correspondería con la traducción de “horror sagrado”, determina prohibiciones que carecen de fundamentos. “El código legal no escrito más antiguo de la humanidad”, tal y como refiere Wundt, citado también en la obra.
Desde que el mundo es mundo, a excepción de breves períodos históricos y en determinados países, existe una empresa dirigida desde el poder para organizar el sometimiento de los pobres. Este hecho fue ocasionando contradicciones y tensiones que se han resuelto de diferentes maneras en cada momento histórico, ya que es imposible pretender que los seres humanos vivamos según el orden de un hormiguero o un panal. Su objetivo es controlar la libertad y la condición pulsante del ser humano. Por ello el poder no se agota en los aparatos del Estado, en los grupos económicos, en los partidos políticos y las instituciones sociales sino también deberíamos decir fundamentalmente (Carpintero, 2007).
La democracia se constituye como significante amo o significante extenso en su doble rol de tótem y tabú, inaugurando un estadio que rompe el espejo de la mismidad para dar curso, como síntoma de lo carente, al individuo escindido, mutilado, que luego será sujeto representado en la faz pública o política.
Por más que lo democrático pulule como fantasma y a cada rato, en todo momento, estudios estadísticos hablen a las claras de la rutilante pérdida de credibilidad de los múltiples hacia el tótem, lo cierto es que funge como penalidad el horror sagrado de lo tabú. En síntesis, se habla, de cuánto mejor podría ser lo democrático, pero nunca se habla de descartarlo o suprimirlo en un nivel teórico o práctico. Plantearse el imposible de sustituir lo democrático sería matar al otro, liberar la pulsión de muerte en que nos invaginamos como sujetos con una sola forma o manera de organizarnos. Surgen, claramente, intentos simulados para pretender una suerte de liberación o emancipación. En términos políticos, de derecha a izquierda, la democracia solo es entendida y explicada desde conceptos primos o relacionados: sistema, poder, capitalismo, producción, y demás epítetos que permiten lo único permitido por el tótem: la crítica solapada o parcial a lo democrático.
El orden simbólico que nos organiza, como conciencia moral, tuvo su origen en la forma humana sensible del otro que, por identificación redoblada, nos hizo ser. Éramos todo y parte al mismo tiempo: lo bueno estaba adentro, lo malo afuera. Pero, en realidad, en la forma del otro estaba también organizándonos, desde adentro de nosotros mismos, la forma obligada de toda satisfacción. Quedamos aferrados al otro sensible cuyo orden, sordamente, nos regula con su modelo de ser que delimita, dentro de nosotros mismos, el contorno de nuestra propia carne. El debate, adultos ya, se continúa en este campo interior donde la semejanza germinal con el otro que nos habilitó a la vida, se abre como diferencia meramente subjetiva en la conciencia del yo. De este modo, la relación adulta individuo-mundo exterior se transforma, regresión mediante, en una relación individuo- individuo (Rozitchner, 1998, p.208).
La transgresión al tabú, la mayoría de las veces, se paga con la muerte. Evitar el cumplimiento irrestricto de la máxima, que la última ratio es la violencia, es un principio performativo tan poco democrático que tendría que corresponderse con desacralizar lo totémico sobre el que hemos constituido la democracia.
La única manera que no implica la ruptura de lo humano como sinónimo de quien evita la violencia o la agresión concreta, tiene que ver con el mundo de los conceptos y de la palabra. Paradojalmente, cuando la democracia deje de ser totémica podría significar, lisa y llanamente, pensamiento con emociones, comunicación con prioridades, conversaciones o diálogos.
La irrupción viral de lo incierto exige y requiere la inmediata participación de los hombres y las mujeres —de acuerdo a lo que seamos o cómo nos percibamos— dedicados al pensamiento, a la filosofía, a las artes o a todo aquello que no tenga una traducción inmediata en el campo de lo político; en la compulsa diaria y cotidiana que se libra entre la lucha por el poder entre lo público y lo privado. El principal problema que hace tiempo enfrentamos y que viralmente hizo eclosión tiene que ver con la dificultad de entendernos y de fijar prioridades para repensar y disponer de qué asuntos y bajo qué fórmulas primero encargarnos. Seguir permaneciendo al margen significaría un error que no podría sostenerse ni humana ni argumentalmente, detonando la posibilidad de un futuro en aras de un presente que se nos va de las manos y que, por ende, nos imposibilita a pensar y a seguir perteneciendo a la especie de la que no podemos ni debemos abjurar ni desertar.
Desde la Revolución francesa hasta esta parte, sea en la asamblea, en las calles o en las elecciones, a nadie le importó que una facción política prevalezca sobre la otra. Hasta hace unas décadas atrás, la excusa para el desenfrenado deseo de la imposición (nada tan poco democrático como imponer) se discernía por las ideologías que esgrimieran los contendientes en las lides políticas. De un tiempo a esta parte, tal máscara cayó dejando al descubierto rostros de hombres y mujeres que se disputan el poder de forma animalesca, por instinto salvaje de predominio.
Las palabras, las discusiones, las contraposiciones de ideas en el ámbito de la política de nuestros días devinieron en un fármaco inútil y pueril; en una suerte de placebo, y ni siquiera cumple la función de tal. Es indispensable creer en lo escrito como la voluntad general. Como lo que sentimos en el cuerpo democrático, como el remedio que podría poner de pie a nuestro sistema de organización política y social, que proponga un sintagma nuevo que represente y signifique algo mejor para las mayorías.
En la arena electoral, elecciones que convirtieron en campo de batalla, lo importante no pasa por los combatientes, sino por resignificar, dotar de otro sentido, a lo que está en lucha, en tensión o en combate. Pero hace tiempo dejamos de ver confrontaciones de ideas o principios, y ahora solo quedan luchadores disputándose el dominio, por inercia, para brindar a los suyos los privilegios ganados en la lucha, prometiéndole al público espectador que alguna vez será parte del ejército de los vencedores si solo se dedica a aplaudir al finalizar la función. Este es el contrato social. La voluntad general se implementaría de la siguiente manera, dejando en claro, taxativamente y por escrito, las prioridades y aspectos centrales a tener en cuenta para ejercer el poder, administrándolo en representación de la sociedad y con voz y voto en el ámbito legislativo. Esto significa que los candidatos conformarán o confeccionarán una lista de cinco aspectos, en orden de prelación o importancia, para comunicar a la comunidad cuáles serán los ejes prioritarios del accionar político o la voluntad general que pondrán en juego. Así, podrá ser que preparen la lucha contra la pobreza, la mejora de la calidad educativa o brinden mayores posibilidades laborales. Otros quizás propongan una comunidad más segura o combativa frente a hechos delictivos, con intención de realizar acciones para una comunidad más sustentable, con equidad en género y, por lo tanto, en política. Encontrará que en este remedio se eligen prioridades (que no significa que lo que no sea prioritario sea desechado o no sea importante) y no nombres de partidos o expresiones carentes de sentido; mucho menos se trata de facciones que se disputan el poder por el mero e instintivo acto de predominio.
La voluntad general es la única razón por la cual el individuo debe renunciar a sus deseos o intereses particulares para brindar de esta manera lo suyo para la indispensable necesidad de lo colectivo que es lo político. La política debe, en caso de querer denominarse con razón democrática (y consagrar las palabras en acción), poner en juego ante la ciudadanía la voluntad general y ser clara al expresarse.
Esta es la verdadera letra chica del contrato que nos hacen firmar, ipso facto, contrato legitimado por las elecciones. Nuestros gobernantes y sus opositores así lo expresaron; incluso sus mentores, los cuales por razones varias se transformaron, como el fármaco, de remedio a veneno, veneno que dejará agonizando a nuestra democracia si no nos damos cuenta a tiempo de que necesitamos otro tratamiento.
Escritor y ensayista