Durante algún tiempo nos hicieron creer que, el último bastión a defender para que no sea pulverizado lo singular de la individualidad, era el reducto de la intimidad corporal en el accionar sexual. Todo podía ser observado por ese gran “todos”, denominado el sistema detrás de los estados o de los mercados, que vigilancia in extremis nos situaba en lo que a muchos les recordaba el panóptico de Bentham, salvo el accionar peculiar de la genitalidad instigada, a constituirse en un acto o momento sexual.
La pregunta en el campo de la comunicación en general, y de la política en particular (a propósito del reciente caso del candidato parisino, del que se viralizaron, ex profeso, y como un accionar político, ciertas acciones privadas como “sexuadas”) es sí finalmente se ha disuelto el límite, la frontera, el archipiélago de excepción en donde la última capa de lo individual se podía mantener a raya y no ser deglutida y cooptada por el significante extenso, como totalizante de lo público.
Cada vez son más los políticos, como antes lo fueron los artistas, deportistas o “famosos”, que son observados por los vericuetos de acceso general de la red, en situaciones sexuales o con sus cuerpos cosificados por la desnudez sexual, en la que se dicen sorprendidos en su buena fe, reclamando para sí el resquicio de privacidad del que plantean seguir teniendo derecho a conservar.
De esto finalmente se trata, sí en esa dimensión de la cosa pública existe posibilidad de que se respete una frontera que oficie como muro o como puerta cerrada, en donde los individuos, en su libre razonar, puedan hacer uso únicamente de las llaves para abrir o cerrar las mismas, de acuerdo a sus deseos o conveniencias.
Pero antes que una respuesta, el hombre en general, en sus perspectivas de género diversas, respondió con la acción y no con la palabra.
Hombres, mujeres y denominaciones tales como se quieran mencionar, decidieron hacer públicos sus desnudos, dislocar el concepto de lo público y de lo privado, salir del panoptismo foucaultiano, militando sus propias vidas, regresando de lo general a lo particular; nacía la biopolítica, y su concepción de que lo personal es político se apoderó de nuestra actualidad.
Algunos autores, en la continuidad de la indagación, volvieron a encontrar en el mundo Griego, una nueva variante, como para darle un giro más. La diferencia entre “Bios y Zoé” encajaba en lo mundano y lo supra-terrenal, en lo particular y lo general. Incluso entre una vida digna o una vida ascética o de supervivencia.
Lo íntimo ya no es más lo sexual. Compartir, sobre todo a nivel virtual, los aspectos que otrora se consideraban privados o el último resquicio de la individualidad, es tan común como observar en tales situaciones a docentes, sindicalistas, empresarios, artistas, deportistas, políticos y todo lo que refiera un “interés social o mediático”.
Lo explícito de la sexualidad, privada de la sensualidad, se transforma en pornografía. El poder, al perder su esencia de pretender ocultar su accionar, cae en una concepción parecida, se convierte en burdo, totalitario e implacable.
El ámbito de lo íntimo, para que recobre sentido nuestra obligada referencia a lo individual, se reconstruye en el pensamiento, en nuestras manifestaciones silentes, en lo que no decimos, por temor a que no compartan lo que pensamos, lo que sentimos y que, por tanto, no diremos ni oralmente ni por escrito.
Vaciada de palabra, la democracia, como en definitiva y finalmente el ámbito social por la institucionalidad, solo sostenida por la fachada electoral, se vuelve brutalmente instintiva y pornográfica.
Los archivos audiovisuales se replican por doquier, ya son cada vez menos los que no aparecen, los que no están en la red, que si no lo han hecho, en breve, se grabarán en sus situaciones sexuales para ser parte de la dinámica de la viralización de la que no desean permanecer al margen.
Precisamente, no desean más que esto mismo: no quedarse fuera de la orgía, para no tener que decir, en tal caso, que hacer o que deseo proponer más allá del estar integrados, puros o desnudos, transparentes o como dios o la existencia los ha arrojado, siendo compartidos, pero sin tener nada que expresar, que decir, o sin pensamiento o sensación a mencionar.
Con la supuesta pretensión de reivindicar lo más íntimo de la individualidad, se la disuelve, se castran los penes y pezones, se zurcen las vulvas y anos, todo pasa a ser una única masa corpórea que no tiene nombre, forma, ni color, olor o denominación, solo se comparte, se multiplica, se repite una y otra vez como una especie de algoritmo infinito.
Los deseos nunca fueron colectivos, por ende, el poder jamás podría radicar allí, ni mucho menos provenir de la plaza pública con la excusa de la legitimidad.
La democracia, en su última versión, es una gran orgía, de claro y neto sentido pornográfico, que nos insta a que votemos por un cuerpo o por el otro, cuerpos a los que ya se les han quitado todos y cada uno de los atributos que los hacían humanos.
El sexo público y publicitado se transformó en mera reproducción. El poder tal como lo concebimos: una expresión totalitaria, un brazo armado de formas que dicen llamarse políticas, en un envase democrático, descartable y no renovable, tal como un preservativo, que necesariamente, por su condición teleológica, debe ser desechado, una vez usado.
Escritor y ensayista