En Tiempos de Aletheia

A nadie se encadenaba: Isadora Duncan

El océano Pacífico, el viento y la lluvia fueron sus primeros maestros de danza. De pequeña, Isadora Duncan contemplaba los fenómenos naturales integrándolos con su propio movimiento, junto a un paisaje sonoro: el de su madre tocando el piano y recitando poemas. Cuando había con qué comer, la música era la manera de celebrarlo; cuando escaseaba el sustento, el piano servía de consuelo. Esa fue la primera escuela de Isadora: la filosofía de vida de su madre y la inmensidad de la naturaleza.

Una vez alcanzada la fama en medio mundo como bailarina y coreógrafa, accedió a escribir sus memorias llenando el texto de detalles que lo hicieran vendible, a petición de sus editores americanos. Probablemente, esas anécdotas son las que permanecen mejor en el recuerdo: los hombres con los que se relacionó, las historias que protagonizó y los dramas que vivió. Poco tiempo después ocurriría su trágica muerte, al engancharse el fular que abrigaba su cuello en una rueda de su coche cuando se disponía a pasear por la costa de Niza. Sin embargo, al margen de esos pasajes, su vida trascendió gracias a su esfuerzo, su dedicación a la danza y su enorme magisterio del que fueron herederas sus alumnas, las llamadas «isadorables».

«Desde el primer momento, yo no he hecho sino bailar mi vida», aseguró en sus memorias, y así fue. Siempre tuvo el apoyo de su familia: el de la madre y el de sus tres hermanos, ya que el padre había abandonado el hogar familiar. Los Duncan dejaron San Francisco, la ciudad donde había nacido Isadora, en 1877, en busca de un lugar propicio para el arte de ella. De esta manera, se mudaron a Chicago primero, y después a Nueva York, donde las oportunidades no llegaron a ser todo lo buenas que esperaban. Su manera de bailar, espontánea y libre, chocaba con el academicismo de la época. Por ese motivo dieron el salto a Europa, viajando hasta Londres en un barco de ganado y recalando en París en 1900, año de la Exposición Universal. Allí, Isadora Duncan quedaría impactada ante el arte de Auguste Rodin, a quien conocería y en cuya obra encontraría inspiración para algunas de sus danzas.

Estando en París, dedicaría las mañanas a ensayar y las tardes a leer en la biblioteca de la Ópera todo lo relacionado con la danza, la música griega y la tragedia clásica. Un tiempo después, siguiendo su anhelo de conocer de primera mano las fuentes de su inspiración, se trasladará a Grecia. Por aquel entonces, su estancia en Europa ya había tenido sus frutos en forma de actuaciones en Francia, Alemania, Austria y Hungría. De esta forma, la Isadora Duncan que pisará la Acrópolis de Atenas será ya una bailarina conocida. Estando allí cambiará su indumentaria por las túnicas que serían habituales en ella y fantaseará con la idea de construir un magnífico templo en el monte Himeto, pero este deseo nunca llegará a ser una realidad. La vida se impondrá en términos económicos: Isadora debía volver a los escenarios.

En Alemania asistirá como espectadora al Festival de Bayreuth por invitación de Cósima Wagner, la viuda del compositor, e ideará una puesta en escena de la Bacanal de Tannhäuser que gozará de enorme éxito. A partir de ese momento estudiará con esmero el repertorio wagneriano y difundirá su visión del mismo por toda Alemania y Centroeuropa. Reclamada por Rusia llegará en 1905, año marcado por una gran represión zarista. Un tiempo después conocerá allí a Konstantín Stanislavski, fundador del Teatro del Arte de Moscú, quien dirá sobre ella: «Es como asomarse a los principios del Arte y aun del mismo Universo».

De vuelta en Alemania se establece en Berlín, donde su madre ha adquirido una mansión para crear allí la Escuela de Danza del Futuro. Isadora le había encargado la localización de un inmueble capaz de albergar a cuarenta niñas en régimen de internado donde pudieran recibir formación artística. Para lograr ese sueño, Isadora rechazó diversos contratos al estar volcada en su proyecto. Es en esa época cuando se cruza en su camino el hombre al que amaría de manera más pasional: el actor y escenógrafo Gordon Craig. Junto a él desaparecerá durante quince días en los que Isadora lo olvidará todo: la escuela, su familia, sus proyectos… Después de ese tiempo retomará su vida, incluyendo a Craig en ella y, unos meses después, a Deirdre, la hija de ambos. La relación, sin embargo, acabará rompiéndose, y entonces se centrará en la promoción de su escuela, viajando junto a sus cuarenta alumnas a Rusia.

A partir de ese momento, Isadora Duncan peregrinará por distintas ciudades buscando los fondos necesarios para continuar con su proyecto pedagógico. La mejor respuesta la obtendrá en la «Ciudad de la Luz», donde su fama había crecido enormemente a través del eco de sus actuaciones en otros lugares. De manera inesperada, una tarde llamó a su puerta Paris Singer (hijo del fundador de la compañía de las conocidas máquinas de coser) para hacerle saber la admiración que sentía por ella y que estaba dispuesto a ofrecerle su ayuda. A Isadora le pareció ver en él a Lohengrin, el protagonista de la ópera de Richard Wagner, y aceptó su colaboración. Ese fue, además, el punto de partida de una relación que duraría tres años y que le daría a su segundo hijo, Patrick Singer.

La vida, sin embargo, cambiaría su ritmo e Isadora tendría que bailarlo adaptándose a él, como había hecho siempre. En 1913 murieron sus dos hijos al caer en el Sena cuando viajaban en un coche acompañados por su niñera. Sus alumnas adquirieron entonces la condición de hijas suyas, mitigando así el impacto de la pérdida, aunque no sería la última. Un año después, Isadora sufriría otra muerte más, la de su tercer hijo, acabado de nacer. Todas estas circunstancias, unidas al estallido de la Primera Guerra Mundial, hicieron que viajara a Estados Unidos con la idea de dar recitales en nombre de la libertad y los derechos, así como en apoyo a Francia. Uno de ellos será recordado especialmente. Envuelta en un chal rojo, Isadora improvisó una danza electrizante al ritmo de La Marsellesa, que terminó con los vítores y las aclamaciones del público.

Tras regresar a París y visitar Grecia, Isadora viaja a Rusia al recibir el siguiente telegrama: «El Gobierno ruso es el único que puede comprenderla. Venga a nosotros. Haremos su escuela». Según cuenta en sus memorias, una adivina le aseguró que ese viaje sería largo, que tendría dolores y que se casaría. Así fue. Después de una larga travesía llegó a Moscú en 1921, su escuela resultó inviable por cuestiones económicas y, un año después, contrajo matrimonio con el poeta Sergéi Esenin. Ambos recorrieron juntos Europa y Estados Unidos, regresando luego a Rusia. Poco después se separaron, e Isidora se estableció en Francia, donde escribió unas memorias que no vería publicadas. En la despedida que le ofrecieron en septiembre de 1927 a la madre de la danza moderna no hubo ritos religiosos, sino música: la de Beethoven, Chopin y Bach. Muchos años después, Celia Cruz cantaría su historia: «Cuando bailó se liberó tal vez / auténtico fue el mensaje de Isadora. / En cada amor una pasión vivió / y a nadie se encadenaba Isadora».

 

Para saber más:

ARGENCIO BARQUET, Doménica. «El arte de la Danza: o lo que es la Danza con mayúscula». Revista ComHumanitas vol. 9, nº 2 (2008), pp. 192-218.

BARRIENTOS BÁEZ, Marina. «Isadora Duncan y su danza». Revista Danzaratte, nº 8 (2014), pp. 65-75.

DUNCAN, Isadora. Mi vida (Salvat, 1995).

JONES, Sabrina. Isadora Duncan: una biografía gráfica (001 Ediciones, 2013).

MOLINA, Natacha. Isadora Duncan (Labor, 1990).

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