En Tiempos de Aletheia

El instinto del lenguaje: ¿Es el lenguaje el escultor del pensamiento?

¿Es el lenguaje un instinto o una facultad adquirida mediante aprendizaje? Steven Pinker, aunando estudios cognitivos con arcaicas discusiones, nos muestra el camino para entender “esta capacidad (que) nos resulta tan natural que tendemos a pasar por alto lo asombrosa que es”: el lenguaje. De tal manera que nos va mostrando esta admirable capacidad humana del uso del lenguaje como “instinto asociado a nuestro cerebro con el mismo valor adaptativo que pueda tener el sónar auditivo en un murciélago.”

El lenguaje requiere una especialización inconsciente, implica mucho conocimiento saber una lengua y es un conocimiento implícito, de ahí la dificultad de su estudio. Lo primero que tenemos es el producto final: el idioma, y después hemos descubierto las reglas que lo rigen. Distinguiendo, como nos propone, el habla de la escritura, y contemplando esta última como un desarrollo ulterior de aquella, no cabe, entonces, un estudio conjunto de ambas en la búsqueda del origen del lenguaje; pues, es el habla un acto instintivo en los infantes, mientras que no lo es el escribir. Podemos así decir que la escritura sería un arte posterior venido de otro arte que, sin embargo, no deja de ser un instinto, nos referimos, claro está, al habla.

Haciendo un repaso de algunas muy sonadas ideologías de no hace mucho tiempo, según las cuales había una conformación lingüística del pensamiento, Pinker muestra cómo el ser humano nace con una capacidad y tendencia innata a conformar un lenguaje con una gramática adecuada. Desecha mitos como los que se crearon con los primeros estudios de las lenguas indio-americanas, o el de que los esquimales tengan más de tres palabras para referirse a la “nieve” y por ello piensen de distinta manera. El antropólogo Brown propone que, frente a la gran variedad cultural, es siempre posible establecer un conjunto de universales que se dan en todas las culturas humanas y que se pueden calificar como “metacultura”. Eric Lennerberg y Orger Brown señalaron ya dos inconvenientes a los estudios de Whorf de configuración del pensamiento a través del lenguaje:

  1. Su argumento es circular y no sale del marco de la lengua apache: Los apaches hablan de distinta manera y por eso deben pensar también de distinta manera, ¿cómo lo sabemos? Por cómo hablan. Es un argumento circular.
  2. Las traducciones de Whorf son literales y torpes que hacen que el idioma apache suene muy extraño; el mismo resultado extraño daría traducir de esa manera literal del alemán al español, por ejemplo.

Además, bajo el amparo de los estudios de las lenguas criollas, queda manifiesta la capacidad de los individuos criados en ambientes multilinguales para crear una nueva lengua con todas las de la ley: “No contentos con reproducir las cadenas entrecortadas de palabras que escuchaban, los niños les añadieron la complejidad gramatical de la que carecían”. Los niños no aprenden las lenguas registrando qué palabra sigue a cuál, sino registrando la “categoría” de la palabra. Las categorías no se hallan ensartadas como una cadena, sino que existe un “plan” de la frase en su conjunto, que dice dónde debe estar cada una de ellas.

Pinker quiere superar la dicotomía herencia-ambiente. Para él, el aprendizaje no es una alternativa al innatismo, ya que el aprendizaje necesita de mecanismos innatos de aprendizaje, como sucede en el caso del lenguaje. Su estudio integra ambos. Combinando psicología y antropología con psicología evolucionista y neurología, este modelo alternativo propone que cada una de las facultades mentales del hombre tiene un correspondiente diseño neural en el cerebro humano que permite el aprendizaje; no puede haber aprendizaje sin el correspondiente mecanismo cerebral: Los mecanismos de aprendizaje están conformados por diversos módulos relativamente independientes en vez de por una capacidad general de la mente. Dada la complejidad del sistema, solo puede haber surgido por las presiones evolucionistas con el fin de desempeñar funciones útiles para la supervivencia. La cultura, entonces, queda constituida por las pautas aprendidas que se almacenan en esa estructura neural y que se transmiten entre los individuos facilitando la coordinación social.

La variedad del mundo es tal que el conocimiento solo es posible cuando las sensaciones se someten a restricciones grabadas en la mente. Para el lenguaje, una de las restricciones sería la existencia de un número fijo de categorías gramaticales. No existe tampoco una capacidad genérica de aprendizaje sino varios módulos. ¿Cuáles serían esos módulos? Deben haber estado ya presentes en nuestros antepasados. Para encontrarlos, Pinker propone que se trata de habilidades para las cuales los niños están bien dotados, mientras que hay que rechazar aquellos asuntos que necesitan de aprendizaje sistemático guiado.

Ya Darwin en 1871, en El origen del hombre, concluye al respecto que la capacidad lingüística es “una tendencia instintiva a adquirir un arte”. Diseño este que se ha mostrado se haya presente también en otras especies, como es el caso de las aves canoras. Hay diversidad de lenguas humanas (en torno a seis o siete mil), pero no es que cada una sea innata, lo que es innato es la facultad, y con una interacción con el medio suficiente acaba desarrollándose una u otra.

¿Depende el pensamiento de la palabra… O nuestros pensamientos se formulan por mediación de un vehículo silencioso del cerebro (mentalés) que luego revestimos con palabras para comunicarlo?

¿Las categorías en las que se asienta la realidad no se encuentran “en” el mundo, sino que son impuestas por cada cultura y, por consiguiente, se pueden desafiar? Contra esto, el ejemplo de los nombres de los colores es muy significativo: Las bases fisiológicas de discriminación del color son un complejo neuronal y retiniano, nadie duda eso, que se produce igual en (casi) todos los cerebros, además funciona situando un color en relación con otros. Por tanto, por muy influyente que sea el lenguaje parece descabellado que esto llegue a alcanzar la retina y alterar las conexiones nerviosas de las células ganglionares. Más aún, si al expresar algo nos damos cuenta de que eso no era lo que queríamos decir, y al momento encontramos las palabras que sí lo dicen y lo decimos “bien”: había entonces en la mente algo previo a la proferencia de las palabras. Al leer algo no solemos recordar las palabras exactas, sino el sentido: hay pues algo más que las palabras. Si los pensamientos dependieran de las palabras, entonces, ¿cómo se acuñan nuevos términos?, ¿cómo aprende un niño las palabras?, ¿cómo es posible traducir? Es más, tampoco habría conciencia de la necesidad de un cambio del lenguaje sexista, y tampoco se descubrirían los eufemismos (habría un alguien superior capaz de ponerse por delante y manipular a todos los demás). ¿Por qué un niño nacido en una familia con perro no imita sus ladridos, sino que llora cuando quiere algo?

Por ello se propone la existencia del mentalés, esto es, el lenguaje del pensamiento. Un cierto componente neutro, un lenguaje neutral. Este tiene que ser:

  • más rico en cuanto a qué símbolos de conceptos solo se corresponden con una palabra (juicio o disposición). Complejo aparato para diferenciar lógicamente diversas clases de conceptos y para relacionar símbolos distintos que se refieran a la misma cosa.
  • más sencillo porque en él no existen palabras y construcciones dependientes del contexto y no precisa información acerca de cómo se pronuncian las palabras o de cómo se ordenan (p. 85).
  • disposición de los bebés, pues si estos no tuvieran un mentalés del que traducir a su propia lengua, no podría explicarse cómo aprenden esa lengua, cómo aprenden ni tan siquiera lo que significa aprender una lengua.

Si se contempla el lenguaje como propone Pinker, esto es, “NO como inefable esencia de la singularidad humana, sino como una adaptación biológica para comunicar información”, entonces ya no se ve tan claramente ese determinismo que gusta de señalar el lenguaje como el escultor del pensamiento.

 

Bibliografía: El instinto del lenguaje, Steven Pinker, Alianza Editorial, 2005.

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