El tiempo pasa y veo que me han salido canas.
Al principio le eché la culpa a las dioptrías, pero en mi último corte de pelo lo testificó mi peluquero de casi toda la vida –un tipo majo al que a veces le doy propina al ver que no me ha degollado habiendo tenido la oportunidad–.
Pero lo peor de todo es que de la cabeza me han llegado a la barba (de otras partes del cuerpo, prefiero omitir detalles). Es por tal motivo que he caído en la cuenta de que la velocidad del tiempo tiene mucho que ver con la agudeza de los sentimientos.
El tiempo pasa tan deprisa que no sé si he vivido las tres décadas que me aseguran, o se las ha llevado el hada de los dientes resecos. Yo me aseguraba a mí mismo no hace tanto tiempo que me comería el mundo y, al final, el mundo se me está zampando a mí con pellejos y todo.
He pasado de moda o nunca he estado de moda, no importa demasiado. Certezas me sobran para atestiguar que de nada estoy seguro y que vivir el momento es cuestión de pelotas, ovarios o naipes. He averiguado que el pasado es un preludio, el presente una cana que se aferra al desbarro de continuar siendo joven y el futuro un rencor obsceno que nos promete un nicho con flores frescas.
Sin embargo, quiero suponer que algo ostento gracias a estos pelos blanquecinos: He aprendido que la vida es una perra rabiosa, herida, una cosa dura que te ralla las entrañas si tú no eres tan duro como lo es ella.
He asimilado que, si no aprovechas la carta decisiva y te dejas llevar por la corriente de las modas, enseguida es otro el que acaba la jugada y gana o pierde la partida.
He sabido valorar el rencor del hombre justo y he asumido que cuando siembras resentimiento lo único que puedes recibir es mucha más animadversión.
He sabido engancharme a la vida, a lo que se nos presenta como un extracto de franqueza, olvidándome así de los falsos profetas que en la escuela me vendieron espejismos…, aquellos maestros que me invitaban a correr y correr sin descanso para llegar a la meta el primero, cuando lo mejor de la vida es ver cómo son otros los que corren, los que tropiezan en sus indecentes ambiciones.
Considero que es bueno dar consejos solo en dos circunstancias, cuando son pedidos de corazón, y cuando de ello depende la vida de la otra persona. He instalado en mi respaldo de amarguras transitorias palabras como fuerza y honor, para que cuando me visite de nuevo la frustración, ellas puedan otorgarme ánimo y valor.
He besado los labios de la muerte y lo cierto es que me gustaría volver a hacerlo. He enmarcado el lucimiento de Barrault en mi criterio vital:
“La edad madura es aquella en la que todavía se es joven, pero con mucho más esfuerzo”.
El esfuerzo de confesar y peinar canas.
Escritor, poeta y columnista.