ELLA se levantó lentamente del suelo, comenzó a llorar y farfulló: “puta vida”.
El desamor, el desengaño de sentirse herida por “los otros” que siempre son “los demás”. La discordia entre lo que se sabe y lo que se intuye. Ella y sus sollozos de pan inatacable. Una suerte de sentires abatía su estado anímico convirtiéndolo en un cristal opaco que poco tiene que ver con la fosforescencia que nos regalan las luces de neón de los grandes centros comerciales (anuncios de belleza, de coches último modelo y perfumes made in France que garantizan el polvo mañanero).
Ella se levantó y pensó “basta ya”. Caer y alzarse una vez más como una excusa casi continua, de nuevo en pie y haciéndose la fuerte. Y el orfanato de ideas propias causando daño en cada paso, en cada nuevo amor que va y viene y perfora con sumo gusto las arterias hasta convertirlas en estropajos de quita y pon y “déjame estar porque soy lo que soy y mi vida me pesa cual cuadro vanguardista vapuleado por la crítica”.
Puta vida y puñeteros recuerdos de un ayer que, al parecer, fue mucho mejor. Madurar para sobrellevar entelequias o acaso para cumplir metas que no son finales propios. Cortes de manga mientras caminas por la calle, y un sueldo mísero trabajando doce horas diarias con derecho a poder fumarte un par de pitillos en la trastienda. Subsidio de besos añejos, quisiste un amor verdadero y te topaste con una copia bastante tergiversada, demasiado banal.
Ella levantándose una vez más del suelo…, y su digna manera de encajar las promesas vulneradas. Ella y la nostalgia de un beso que fue toxina, clavo que no desea ser desclavado. Ella y su terciopelo de incertidumbres, alzándose con valentía, al tiempo que la mano de la vida que aún está por llegar le hace un guiño más para continuar luchando.
Y es en ese preciso momento, cuando seca sus lágrimas y ve más allá…, allí donde las cualidades son apreciadas por mucho que la negatividad haga que el golpe sea frío y logre precipitarte al asfalto.
Escritor, poeta y columnista.